En relación con las promesas de Dios, ya sea temporales pero sobre todo las eternas que se aplican a nosotros de manera personal; es interesante y reconfortante notar la participación de la Trinidad en su cumplimiento. Así, Dios Padre es el que promete, como lo leemos una vez más en Números 23:19: “Dios no es un simple mortal para mentir y cambiar de parecer. ¿Acaso no cumple lo que promete ni lleva a cabo lo que dice?”. Pero luego, en el Nuevo Testamento, es el Hijo quien las confirma: “… Les digo que Cristo se hizo servidor de los judíos para demostrar la fidelidad de Dios, a fin de confirmar las promesas hechas a los patriarcas” (Romanos 15:8). Y como si no fuera suficiente, el Espíritu Santo garantiza su cumplimiento final en nuestras vidas: “nos selló como propiedad suya y puso su Espíritu en nuestro corazón, como garantía de sus promesas” (2 Corintios 1:22). Los creyentes descansamos, entonces, confiados en este triple compromiso asumido por Dios para con nosotros en virtud de sus promesas, ratificadas por la Trinidad divina en pleno y otorgando a los elegidos lo que en teología se designa como “la seguridad eterna de la salvación” que nos permite asumir nuestro propio compromiso y responsabilidades para con Dios en el mundo con una amorosa, rendida y libre convicción y entrega y no con una temerosa e impuesta compulsión, sabiendo que la obtención de lo que esperamos no depende en última instancia de nuestro desempeño siempre imperfecto, sino de la fidelidad del Dios Trino a la que accedemos gracias a nuestra fe en Cristo y sus méritos a favor nuestro en la cruz del calvario.
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