Juan G. Biedma decía con esclarecida lucidez lo siguiente: “El conocimiento teológico, lejos de ser un ámbito exclusivo para unos pocos, debe ser visto como un derecho de cada creyente en sus respectivas comunidades. Una Iglesia informada es una Iglesia más viva y activa, capaz de responder mejor a los desafíos contemporáneos, donde cada uno pueda vivir su fe con mayor conciencia, responsabilidad y profundidad espiritual. En este sentido, la formación teológica de los fieles se convierte no solo en una tarea pastoral, sino también en un camino hacia una Iglesia más participativa … y unida, donde la fe, la práctica y la razón se nutren mutuamente y enriquecen la vida comunitaria”. En realidad, el impulso a la formación teológica es un resultado y una manifestación del entusiasta y apasionado amor a Dios y a la verdad por parte del creyente, como lo declara el salmista:“¡Aleluya! Alabaré al Señor con todo el corazón en la asamblea, en compañía de los rectos. Grandes son las obras del Señor; estudiadas por todos los que en ellas se deleitan” (Salmo 111:1-2). En consecuencia, los cristianos que desechan o menosprecian los estudios y la formación teológica se exponen a dejar en ridículo su fe al no saber articularla en un discurso coherente, a dejar de ser inexpertos a los que habría que excusar para convertirse en inexcusables necios y a abandonar su fe en cualquier momento cuando surgen preguntas o cuestionamientos alrededor de ella que no están en capacidad de responder, y finalmente, también a dejar en evidencia su falta de devoción y fervor cristiano
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