La corrupción que afecta al género humano desde la caída en pecado de nuestros primeros padres no sólo tiene que ver con el inevitable deterioro y fragilidad de nuestros cuerpos, sino también con la perversión moral de nuestra voluntad que nos lleva a la desobediencia crónica que da lugar a la comisión por nuestra parte de todo tipo de pecados, ya sea de pensamiento, de palabra, de obra o de omisión. Pero la resurrección de Cristo se diferencia drásticamente de la resucitación milagrosa de Lázaro y todos los demás casos similares en la Biblia en que Cristo volvió a la vida con un cuerpo inmortal, glorioso e incorruptible en todos los sentidos para no morir jamás, a diferencia de Lázaro y compañía que resucitaron con cuerpos corruptibles para volver a morir al cabo de un tiempo. Un cuerpo que es el modelo de aquel con el que nosotros también regresaremos a la vida al final de los tiempos. Un cuerpo ya sin ninguna relación con el pecado, sino que será conducido por una voluntad completamente renovada y rendida en obediencia plena y perfecta a nuestro Señor. Un cuerpo que ya no se deteriorará ni desgastará de ningún modo, sino que al igual que nuestra voluntad se renovará de día en día y crecerá de gloria en gloria y de poder en poder. Un cuerpo digno de la nueva creación en la que las cosas viejas pasarán y he aquí todas serán hechas nuevas y que marca el contraste descrito así por el apóstol Pablo: “Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad” (1 Corintios 15:53) para que la muerte sea finalmente devorada por la victoria.
Venciendo la corrupción del cuerpo
“Al final Dios eliminará no sólo la corrupción moral de nuestra voluntad, sino también la corrupción física de nuestro cuerpo”
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