Lo que en el contexto religioso se conoce popularmente como “el cielo” es en realidad una muy pobre y distorsionada caricatura de lo que la Biblia entiende como tal, asociada en ella a lo que se designa como “el reino de Dios”. Un reino que no se limita al cielo etéreo y vaporoso más allá de este entorno terrenal en que nos encontramos, sino que lo incluye en su totalidad, pero no en las condiciones en que se encuentra actualmente, sujeto al deterioro y la corrupción, sino debidamente transformado por Cristo de manera sublime en su segunda venida en todo su poder, gloria y esplendor. Porque si bien es cierto que en su primera venida en condición humilde, el Señor Jesucristo nos informó que, por lo pronto al menos y sin perjuicio de su irrenunciable gobierno sutil sobre el acontecer histórico, su reino no era de este mundo; en la consumación de la historia esto cambiará drásticamente, pues ya no sólo los creyentes, sino toda la humanidad en pleno tendrá que reconocer el innegable señorío de Cristo sobre el universo entero, sin posibilidad de evadirlo de ningún modo, teniendo que someterse a él así sea a regañadientes, pues: “… «El reino del mundo ha pasado a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos»” (Apocalipsis 11:15). Reinado que implica en la Biblia una drástica transformación de las cosas, pues: “… No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios 15:51-52)
Transformados al toque de la trompeta
“La esperanza cristiana no se halla en una destrucción de las cosas actuales, sino en una sublime transformación de ellas”
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