Ya hemos dicho cómo, contra todo pronóstico, Dios, de acreedor, se convierte en deudor nuestro por medio de sus promesas. Esa es la esencia de la gracia: no castigar a alguien como sus pecados lo merecen ─en lo que se designa más exactamente como “misericordia”─, para proceder luego y como si fuera poco, a otorgarle toda clase de bienes y beneficios que no se merece, anunciados mediante las muy numerosas promesas de bendición que Dios formula en Su Palabra hacia Su pueblo. Promesas de las que podemos estar seguros de su cumplimiento final debido, precisamente, a que el suceso central más prometido y anunciado de todo el Antiguo Testamento a favor de los hombres: la venida del Mesías, se hizo realidad plena en la encarnación y primera venida de Cristo al mundo para redimirnos. Por eso Pablo puede declarar ahora con pleno conocimiento de causa que: “Todas las promesas que ha hecho Dios son «sí» en Cristo. Así que por medio de Cristo respondemos «amén» para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). Cristo es, pues, la más palpable e insuperable demostración de que Dios cumple lo que promete, pues si Él estuvo dispuesto a cumplir todos los anuncios y promesas mesiánicas hechas al mundo desde el llamado “protoevangelio” de Génesis 3:15 al costo de la vida de Su propio Hijo, con mayor razón cumplirá todas las demás promesas contenidas en la Biblia relativas a Su pueblo, que giran alrededor de esta promesa central, de tal modo que los cristianos podemos con toda confianza responder “amén”, es decir “así sea”, a todos estos anuncios con la seguridad de que Dios siempre cumple lo que promete.
Sí y amén
“La gracia de Dios es tal que no sólo paga nuestra deuda sino que Él decide volverse deudor nuestro por medio de sus promesas”
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