El conocido poema Desiderata advierte: “Si te comparas con los demás, te volverás vano o amargado, pues siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú”. En efecto, la vanidad va de la mano con el orgullo y la amargura y las actitudes serviles acompañan a la baja autoestima. Y ambos extremos son el resultado de ignorar lo que estamos llamados a ser y el lugar que deberíamos ocupar en el mundo por gratuita y generosa concesión divina. Dios nos exhorta a ser humildes ─pues a causa de nuestra condición caída, pecamos, fallamos y nos equivocamos─, sin que ello implique tener baja autoestima; y a que tengamos amor propio ─pues fuimos creados a la imagen y semejanza del propio Dios─, sin que eso signifique que seamos orgullosos. El orgullo o la baja autoestima aparecen invariablemente, cuando somos dados a compararnos con los demás y a hacer depender nuestro valor personal de estas comparaciones. Pero en realidad, el criterio a la luz del cual hemos de evaluarnos no procede de las siempre odiosas comparaciones, sino de la auténtica y muy personalizada norma divina designada en la Biblia como nuestra “medida de fe”. Una medida que, al no lograr nunca ajustarnos del todo a ella de manera completa, nos llevará a la actitud humilde que depende siempre en última instancia de la gracia de Dios. La misma gracia por la cual se nos recomienda: “Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado” (Romanos 12:3)
Un más alto concepto del que debemos tener
“Por estar sobrestimando con orgullo lo que en verdad no somos terminamos subestimando lo que estamos llamados a ser en Cristo”
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