Partiendo de la revelación que el Nuevo Testamento nos hace en el sentido de que ahora todos los creyentes somos templo del Espíritu Santo en la medida en que, a partir de Pentecostés, Él mora en persona en cada uno de los cristianos sin excepción; no podemos olvidar que Dios no está atado ni obligado para con Su templo si en este no es oída, apreciada y practicada Su Palabra. Y una de las maneras en que podemos comprometer la presencia de Dios en nosotros, como templos Suyos que hemos sido constituidos, es cuando nos encontramos en situaciones en que nuestras lealtades se encuentran divididas, como por ejemplo la “yunta con los incrédulos” que menciona el apóstol, es decir asociaciones que nos obligan de algún modo con los no creyentes en conformidad con el sistema de valores del mundo en contravía con los valores del reino de Dios, conforme al evangelio. Esta circunstancia da pie a que suceda también con la iglesia lo que sucedió con Israel: “… cuanta más riqueza yo le doy, más altares construye para sus dioses paganos; cuanto más ricas son las cosechas que yo le doy, tanto más hermosas son las estatuas y las imágenes que construye para ellos. Los israelitas tienen su corazón dividido, pues pretenden amar a Dios y a sus ídolos al mismo tiempo. Pero ese es un gravísimo error por el que tendrán que pagar…” (Oseas 10:1-2 NBV). Por esta razón Pablo nos amonesta así: “¿En qué concuerdan el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo del Dios viviente. Como él ha dicho: «Viviré con ellos y caminaré entre ellos. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.»…” (2 Corintios 6:16)
¿Templos de Dios o de los ídolos?
“Todos los creyentes son templos, pero algunos deciden serlo de los ídolos y no del Dios viviente que los constituyó como tales”
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