Si bien es cierto que, como ya se ha dicho, la iglesia no puede ni debe aislarse del mundo, pues al intentarlo no sólo peca por desobediencia, sino también por ingenuidad y que, por tanto, en relación con el mundo la iglesia, más que salirse de él, lo que no debe es permitir que el mundo entre y se acomode en ella; también lo es que con todo y tener que estar juntos con los no creyentes en el mundo, desde la óptica de Dios nunca nos encontramos revueltos con ellos en realidad, pues: “A pesar de todo, el fundamento de Dios es sólido y se mantiene firme, pues está sellado con esta inscripción: «El Señor conoce a los suyos»” (2 Timoteo 2:19). Y esto se traduce en el hecho de que, desde la óptica humana, los creyentes siempre marcamos diferencias sutiles o evidentes en relación con el mundo que nos impiden y nos impedirán mezclarnos de forma indiscriminada con los no creyentes que forman parte de él, pues la presencia de Dios en nosotros obra transformaciones que cambian nuestra manera de pensar, de hablar y de obrar que Dios aprueba, propicia, conoce y aprecia bien, pero que deben ser también apreciables por quienes nos observan, como lo dice el apóstol: “Tenemos cuidado de ser honorables ante el Señor, pero también queremos que todos los demás vean que somos honorables” (2 Corintios 8:21 NTV). En razón de todo esto, Pablo concluye una verdad que se cae de su peso: “No formen yunta con los incrédulos. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? ¿Qué armonía tiene Cristo con el diablo? ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo?” (2 Corintios 6:14-15)
¿Qué comunión tiene la luz con la oscuridad?
“Es cierto que, por ahora, creyentes e incrédulos nos encontramos juntos, pero eso no nos obliga a tener que estar revueltos”
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