El pensamiento es una facultad propia de los animales superiores, ligada biológicamente al funcionamiento del cerebro, pero que no puede reducirse únicamente a la actividad de él, pues el pensamiento posee en sí mismo características tan maravillosas y etéreas que trasciende la mera materialidad de los cuerpos a los que se halla asociado y evoca, por lo mismo, la inmaterialidad de lo que suele designarse indistintamente como “alma” o “espíritu”. En especial en lo que tiene que ver con el ser humano, en quien el pensamiento alcanza niveles cualitativos muy superiores al del resto de seres pensantes de la escala zoológica, que se manifiestan en su exclusiva capacidad de razonar, capacidad que lo emparenta con los ángeles y con el propio Dios, quienes son junto con el ser humano, los seres que ostentan en sí mismos la condición de personas, uno de cuyos rasgos característicos es, precisamente, la capacidad de razonar. Así, pues, el pensamiento es algo bueno que nos permite, entre otros, ser conscientes de nosotros mismos y de nuestras capacidades creativas, incluyendo, por supuesto, nuestro albedrío o capacidad de decisión y nuestro consecuente deber de responder por nuestras acciones y decisiones. Es por eso que, en desarrollo de nuestra capacidad pensante y con el fin de salvar nuestras responsabilidades al respecto, haríamos bien en tener en cuenta la siguiente salvaguarda a la hora de pensar, a la que hace referencia el apóstol así: “Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo” (2 Corintios 10:5)
Sometiendo el pensamiento a Cristo
“Pensar es bueno. Lo malo es no alinear y someter nuestro pensamiento a la siempre razonable voluntad divina revelada en Cristo”
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