Los pobres son un grupo de personas vulnerables a las que la Biblia les dedica una especial atención y consideración desde el Antiguo Testamento a través de las proverbiales figuras de las viudas, los huérfanos y los extranjeros, al punto que la teología ha malinterpretado a veces este interés de Dios haciendo de él tal vez el principal tema de la agenda cristiana, llegando al extremo de justificar la violencia armada, como lo ha hecho la teología de la liberación, con tal de honrar y poner en el primer plano de la justicia social lo que ellos llaman “la opción preferencial por los pobres” que el Señor Jesucristo manifestó en los evangelios. Por otra parte, significativos sectores de la cristiandad también han sancionado formalmente la pobreza como el estado ideal del creyente al promoverla y colocarla ─por lo menos sobre el papel─ en uno de los lugares más elevados de su escala de valores mediante los llamados “votos de pobreza” hechos por los miembros del clero en el contexto de las diferentes órdenes monásticas, destacándose entre ellas las justamente llamadas “ordenes mendicantes”. Pero sin querer negar la importancia práctica que la Biblia asigna a la atención que los creyentes y la iglesia en general debe brindar a las necesidades de los pobres para ayudar a suplirlas y su papel activo en una mejor, más justa y equitativa distribución de las riquezas; la práctica social de la vida cristiana no se puede limitar a esto, pues hay asuntos que pueden eventualmente ser más urgentes e importantes y para los que no habrá nuevas oportunidades, pues: “A los pobres siempre los tendrán con ustedes, pero a mí no siempre me tendrán” (Juan 12:8)
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