Un matrimonio tiene pocas posibilidades de éxito cuando una o ambas partes por igual se involucran en él con la expectativa de recibir del cónyuge la satisfacción de los presuntos derechos que creemos tener en el marco de la relación conyugal, pues el matrimonio, lejos de ser el contexto en el cual vamos a ver satisfechas nuestras necesidades personales al más elevado e íntimo nivel en que podrían serlo, es más bien el ámbito en el que estamos llamados a cumplir de la manera más abnegada y sacrificada nuestros deberes y en dónde estamos, por tanto, obligados más que en ninguna otra relación humana, a dar y no a recibir y a buscar el bienestar del otro antes que el nuestro, como se deduce de la siguiente instrucción bíblica centrada en los deberes y no en los derechos: “El hombre debe cumplir su deber conyugal con su esposa, e igualmente la mujer con su esposo” (1 Corintios 7:3). Ahora bien, el amor romántico que domina durante el noviazgo y los primeros años de matrimonio está naturalmente inclinado a satisfacer las necesidades de la contraparte en la relación y a cumplir deberes antes que a exigir derechos. Pero dado que el dominio de este amor es más bien efímero y su intensidad inicial rara vez se mantiene, hay que tener cuidado cuando, habiendo comenzado bien, enfocados en el cumplimiento de nuestros deberes conyugales bajo el impulso del amor romántico, éste cede y entonces nos vemos inclinados de manera equivocada a enfatizar y a exigir con creciente estridencia nuestros derechos en la relación perdiendo el foco de nuestros deberes y abonando así las cosas para el fracaso matrimonial
Los deberes matrimoniales
“El buen matrimonio se diferencia del malo en que en éste ambos reclaman sus derechos, mientras que en aquel cumplen sus deberes”
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