La obediencia y conformidad de las acciones del creyente con los mandamientos y preceptos establecidos por Dios en las Escrituras debe ser no solo externa, sino también interna, en la medida en que nuestras buenas acciones estén también bien motivadas e impulsadas por buenas intenciones. Los fariseos en general fracasaron en el cumplimiento de la ley debido a que, a pesar de ser externamente los cumplidores más estrictos de ella, su obediencia no procedía ni era animada por las motivaciones y las intenciones correctas, por lo que se veía siempre como algo forzado, artificial y poco natural. De hecho, si bien es cierto que los diez mandamientos hacen en general referencia a acciones externas, tales como la prohibición de la idolatría asociada a la elaboración de imágenes y sus respectivos cultos; el no tomar el nombre de Dios en vano; guardar el día de reposo; honrar a los padres; no matar; no cometer inmoralidad sexual; no robar y no mentir; también lo es que el primero y el último de los mandamientos se referían a las disposiciones internas que deberían hallarse detrás de ellos: amar a Dios sobre todo y no codiciar las pertenencias de otros, incluyendo la lujuria por la mujer ajena. Y es precisamente esa motivación e intención interna correctas las que sólo el Espíritu Santo puede producir en nosotros, de manera que nuestra obediencia a los mandamientos sea algo tan natural que ya no tengamos que referirla a las leyes externas, puesto que: “… el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No hay ley que condene estas cosas” (Gálatas 5:22-23)
La ley y el fruto del Espíritu
“Cuando se obra con limpia conciencia mostrando en la conducta el fruto del Espíritu no hay que preocuparse por cumplir la ley”
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