La solidaridad, la empatía y la compasión son aspectos muy importantes de la práctica cristiana que nos deben llevar a brindar ayuda y apoyo a los demás en sus eventuales necesidades y dificultades, siempre que esté a nuestro alcance y dentro de nuestras posibilidades hacerlo. Pero, asimismo, en aras del balance, equilibrio y sensatez que debe caracterizar también la vida cristiana, nada de esto debe ejercerse en exceso al punto de terminar eximiendo a nuestros semejantes de sus responsabilidades personales en perjuicio de las propias. En el propósito de ayudar a otros, no debemos, pues, sobrecargarnos con responsabilidades ajenas, incluso en el caso de que nuestros recursos nos permitan hacerlo con la suficiente solvencia y sin afectar nuestras propias responsabilidades, pues a la postre, en vez de ayudar verdaderamente a la persona, podemos estarla perjudicando al impedirle asumir las responsabilidades que Dios le ha asignado para alcanzar la madurez de carácter y la necesaria confianza en Él que únicamente podrán lograr mediante el cumplimiento satisfactorio de estas responsabilidades particulares y personales que nadie más diferente a ellos debería asumir. Así, pues, no guardar el balance a este respecto puede terminar malogrando a la persona que recibe nuestra ayuda al convertirla en alguien excesivamente dependiente de otros e incluso alguien incapaz, perezoso, fresco, ingrato y desvergonzado en todos los aspectos de su desempeño vital. El Nuevo Testamento es claro al respecto: “Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo… Que cada uno cargue con su propia responsabilidad” (Gálatas 6:2, 5)
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