La conversión actualiza y le confiere al cristiano un potencial para la grandeza que es inherente a su nueva condición de hijo de Dios, con todos sus privilegios y responsabilidades. Condición que le impone el deber de actuar con grandeza en los tiempos y situaciones que le ha correspondido vivir, conduciéndose siempre a la altura de las circunstancias por medio de un comportamiento acorde a través del cual logre cultivar la virtud y la excelencia en todas sus actuaciones en un proceso continuo, creciente y nunca del todo acabado ni exento de tropiezos. Pero en el evangelio la grandeza se obtiene únicamente en el camino del servicio humilde hacia los demás, a semejanza del Señor Jesucristo, quien a pesar de poseer la grandeza y la gloria por derecho propio y en grado superlativo en virtud de su identidad divina, con todo se humilló y sometió voluntariamente a alcanzarla también por mérito en su naturaleza humana mediante su servicio a Dios, Su Padre, y a nosotros los hombres, para darnos el mejor ejemplo de grandeza, contraviniendo y denunciando de paso el modelo y los estándares de grandeza promovidos por el mundo basados en la fama, la riqueza, el orgullo y el poder. Por todo esto Cristo puede requerir esta clase de grandeza de todos sus seguidores, con pleno conocimiento de causa y con toda la autoridad de su lado, pidiéndonos que lo imitemos en este particular, actuando también en contravía con los ideales de grandeza del mundo: “Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor” (Mateo 20:26)
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