La genética no es el criterio de pertenencia al pueblo de Dios. Tampoco lo es la cultura o la combinación entre ambas involucrada en lo que hoy por hoy se designa como “etnia”. Los judíos llegaron a creer que estos eran finalmente los criterios de inclusión dentro del pueblo de Dios, de modo tal que, en vista de que nuestra genética no es algo que podamos escoger, sino algo que nos viene ya dado sin que podamos cambiarlo, entre el pueblo judío no ha habido tradicionalmente ningún celo misionero, puesto que Dios habría elegido a Abraham y su descendencia como su pueblo y habría excluido, mediante esta decisión, al resto de pueblos de la tierra, es decir los despreciados o menospreciados goyim, gentiles o paganos y no habría nada que se pudiera hacer desde el punto de vista humano para incluirlos dentro del pueblo elegido. Al amparo de esta circunstancia, los judíos cultivaron un orgullo de raza alimentado y reforzado, además, mediante la práctica minuciosa de los preceptos de la Ley mosaica, la señal cultural que daría cuenta, ratificaría y establecería sin lugar a duda su pertenencia al pueblo escogido. Pero en el evangelio de Cristo se revela de manera plena el auténtico criterio de inclusión dentro del pueblo de Dios, que no es otro que la fe en Él, un criterio verdaderamente incluyente, sin restricciones raciales ni culturales, que impulsa el celo misionero de la iglesia para alcanzar a todos los pueblos de la Tierra y que nos califica a todos los creyentes como descendientes de Abraham, justamente llamado el “padre de la fe”: “Por lo tanto, sepan que los descendientes de Abraham son aquellos que viven por la fe” (Gálatas 3:7)
La fe, clave de la inclusión
“No existe nación, cultura o iglesia cristianas que nos otorguen el rótulo de cristianos sin que tengamos que creer y convertirnos”
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