El carácter incluyente, universal y no discriminatorio del evangelio echa por tierra muchos de los convencionalismos sociales arbitrarios, excluyentes y discriminatorios basados en el dinero, la educación, la sangre, el sexo, la raza, la cultura o cualquier otra condición humana particular que nos venga dada por circunstancias independientes de nuestro comportamiento y de las cuales no somos, por tanto, culpables ni responsables, dando lugar a prejuicios injustos en nuestra apreciación y valoración de los demás. El Señor Jesucristo derribó en varias oportunidades estos prejuicios, como por ejemplo cuando tuvo acercamientos generosos con personajes ajenos al pueblo judío, como el centurión romano o la mujer cananea, a quienes favoreció con milagros que chocaban con el exclusivismo judío, trato incluyente que se destaca, sobre todo, en el episodio de la mujer samaritana, a quien el Señor abordó y favoreció de tal manera que, en un solo acto, pasó por encima de los prejuicios de raza, de género e, incluso, de religión para encaminar de manera bondadosa a esta mujer, la primera evangelista conocida de la historia, en la fe y el consecuente conocimiento de la verdad. Ya el apóstol Pedro había ratificado en su propia experiencia esta característica del evangelio, con ocasión de la inclusión que Dios llevó a cabo del pagano centurión romano, Cornelio y su familia, dentro del pueblo de Dios y el apóstol Pablo lo confirma de un modo concluyente, inequívoco y final cuando dice que en la iglesia de Cristo: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28)
El evangelio: el fin de la discriminación
“Las discriminaciones injustas producto de convencionalismos sociales quedan sin piso y sin efecto alguno en la iglesia de Cristo”
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