En la Biblia la muerte no hace referencia, fundamentalmente, al cese de la existencia, sino a separación. La muerte física es, entonces, la separación del alma y el espíritu, principios vitales del ser humano, del cuerpo correspondiente. Y la muerte espiritual es la separación de la persona humana entera del Dios Creador vivo y verdadero a quien le debe su existencia. Así, pues, en el griego el vocablo para hacer referencia a la vida física es bios, pero para designar la vida espiritual que únicamente se obtiene en unión con Dios se utiliza la palabra zoe. En conexión con esto, el hecho de poder disfrutar, por la gracia y el don inmerecido de Dios, de vida biológica por un periodo determinado de tiempo necesariamente efímero y pasajero, nos puede hacer creer que también disfrutamos simultáneamente de vida espiritual cuando en realidad no es así, pues nuestro pecado, nuestra indiferencia a Dios en la persona de Cristo y nuestro alejamiento culpable de Él nos lleva a estar espiritualmente muertos a pesar de estar biológicamente vivos. Nuestro tiempo de vida biológica en este mundo es, entonces, el periodo de prueba que se nos ha concedido para alcanzar y asegurar por toda la eternidad nuestra vida espiritual mediante la conversión a Cristo en virtud del arrepentimiento y la fe en Él que nos confiere la verdadera vida espiritual de quienes se hallan unidos a Dios, permitiéndonos comprender su reveladora invitación en el evangelio en estos términos: “-Deja que los muertos entierren a sus propios muertos, pero tú ve y proclama el reino de Dios -le replicó Jesús” (Lucas 9:60)
Deja que los muertos entierren a sus muertos
“Los años de vida que Dios en Su gracia nos concede nos llevan al engaño de pensar que vivimos cuando estamos en realidad muertos”
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