La Biblia habla de la fe comparándola con una batalla y con el entrenamiento al que se somete un soldado para poder pelearla de la mejor manera, o también como una carrera y la disciplina igualmente correspondiente a la que se somete el atleta para poder terminarla bien. Porque en esta acertada comparación y a diferencia de lo que sucede en las competencias atléticas habituales a las que estamos acostumbrados, no existe un solo ganador, sino que todos los que la corran de manera responsable, conforme a sus capacidades particulares, tienen garantizado, no sólo poder terminarla como deben, sino también recibir el premio que corresponda a su esfuerzo, con el añadido de que en este caso no de trata de algo perecedero ni efímero como lo eran en las olimpiadas y el mundo griego antiguo las diversas coronas de hojas de olivo o de laurel que se entregaban a los vencedores en las competencias en cuestión, sino algo mucho más valioso y permanente que podremos conservar con nosotros con toda su utilidad práctica a lo largo de toda la eternidad por delante, en el reino de Dios establecido por Cristo en la Tierra en su segunda venida, caracterizado por la justicia, la paz y la alegría plenas, absolutas y perfectas, junto con todo lo demás que las acompañará, como nos lo revela Pablo al informarnos: “¿No saben que en una carrera todos los corredores compiten, pero sólo uno obtiene el premio? Corran, pues, de tal modo que lo obtengan. Todos los deportistas se entrenan con mucha disciplina. Ellos lo hacen para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que dura para siempre”(1 Corintios 9:24-25)
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