Decía Blas Pascal que: “El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa”. Con ello hacía referencia a la fragilidad e insignificancia, junto con la grandeza y excelencias simultáneas que se conjugan de manera paradójica e inseparable en el ser humano. De manera similar, el Señor Jesucristo se refirió a su primo Juan Bautista y a las expectativas que la multitud tenía de él del siguiente modo: “Mientras se iban los discípulos de Juan, Jesús comenzó a hablarle a la multitud acerca de Juan: «¿Qué salieron a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Si no, ¿qué salieron a ver? ¿A un hombre vestido con ropa fina? Claro que no, pues los que usan ropa de lujo están en los palacios de los reyes.Entonces, ¿qué salieron a ver? ¿A un profeta? Sí, les digo, y más que profeta.Éste es de quien está escrito: »‘Yo estoy por enviar a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino.’”(Mateo 11:7-10), mostrando así que Juan Bautista no era lo que la gente esperaba, pues ni era una frágil caña ondulante y cambiante a merced del viento, ni tampoco un hombre importante desde la perspectiva superficial y engañosa del mundo; sino la culminación de la larga y honrosa línea de profetas o mensajeros de Dios que el Antiguo Testamento registra, siendo el más grande de ellos debido al privilegio concedido de ser el precursor inmediato que, a manera de heraldo, anunciaría y prepararía el advenimiento de Cristo, Dios hecho hombre por nosotros, como podemos llegar a serlo cada cristiano cuando anunciamos a otros de manera generosa y resuelta las buenas nuevas del evangelio de Cristo.
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