La vergüenza es una de las consecuencias del pecado y de la desobediencia a Dios, a la cual nos vemos arrojados por no tenerlo en cuenta como deberíamos y que se constituye en sí misma en un recurso disuasivo o, en el peor de los casos, en un castigo directo sobre el pecado. No es casual que la vergüenza se encuentre asociada en la Biblia por primera vez a la desobediencia de nuestros primeros padres que, movidos por ella, se tejieron delantales de hoja higuera para cubrir su desnudez, pues luego de la caída, ésta les generaba vergüenza. Los salmos abundan en porciones que indican que el juicio de Dios sobre los enemigos de su pueblo o sobre su pueblo mismo, cuando se aleja de Él para pretender desobedecerlo impunemente, es ser “avergonzados y confundidos”, al punto que la condenación eterna de los réprobos y los rebeldes impenitentes se describe en el libro de Daniel diciendo que serán arrojados a la “vergüenza y la confusión perpetuas”, todo lo cual explica, por contraste, que una de las bendiciones reservadas para los creyentes fieles a Dios sea, justamente, que: “… «Todo el que confíe en él jamás será avergonzado»” (Romanos 10:11). Perder toda vergüenza puede ser, entonces, la tragedia final que muestra que quienes carecen de ella han llegado a tal grado de endurecimiento contra Dios que han pasado ya, para su propio perjuicio, el punto de no retorno, mientras que reconocer la vergüenza que nuestros actos pecaminosos merecen indica que todavía hay esperanza de cambio y arrepentimiento: “porque da vergüenza aun mencionar lo que los desobedientes hacen en secreto” (Efesios 5:12)
Vergüenza y esperanza
“Debemos convivir con la vergüenza, pues así estaremos reconociendo al menos que hay un mal del cual tenemos que avergonzarnos”
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