La defensa de la privacidad es legítima, sobre todo cuando con ello buscamos preservar esos agradables, necesarios y reveladores espacios de reflexión, reposo e intimidad con Dios, al igual que con nosotros mismos y con nuestros seres queridos. Pero comienza a tornarse sospechosa cuando lo que pretendemos al invocarla es encubrir aquello que no deseamos que salga a la luz por temor a que nuestro verdadero carácter quede expuesto públicamente, para vergüenza nuestra. Quizá esto explique también por qué nos sentimos tan atraídos cuando la privacidad del prójimo es vulnerada, dejando al descubierto censurables y escandalosas facetas de su vida. El sensacionalismo amarillista de los medios explota esta inclinación de la naturaleza humana que anhela observar la caída de esos ídolos de barro erigidos con los personajes públicos admirados y envidiados por la sociedad, viéndolos así descender a los niveles del hombre común, descubriendo y comprobando que ellos también se revuelcan en el fango, al igual que el resto de los mortales, sin distinción de clase o condición social, pues el pecado es un flagelo universal que afecta a todos sin excepción y que tarde o temprano nos pone en evidencia ante los demás. Por eso debemos procurar que nuestro fuero privado permanezca siempre iluminado y bajo el escrutinio constante de la luz divina de Jesucristo, que es la única que puede diagnosticar y curar eficazmente en lo secreto nuestros pecaminosos defectos de carácter antes de que estos tengan que hacerse públicos: “porque da vergüenza aun mencionar lo que los desobedientes hacen en secreto” (Efesios 5:12)
Lo que se hace en secreto
“La legítima defensa de la privacidad se comienza a tornar sospechosa cuando la invocamos para encubrir nuestros pecados ocultos”
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