Las tentaciones forman parte de la misma naturaleza humana en las actuales condiciones de nuestra existencia y, como tales, están siempre a la orden del día de uno u otro modo. Así, pues, ser tentado es algo inevitable y no debemos, por tanto, sentirnos culpables cuando alguna tentación nos asalta, pues el problema no está en la tentación en sí misma, sino en el hecho de que le demos lugar contemplándola más allá de lo debido, para terminar cediendo a ella, caso en el cual ya somos culpables. Sobre todo, porque en el evangelio de Cristo Dios pone a nuestra disposición recursos para enfrentarla y combatirla eficazmente sin tener que rendirnos a ella, teniendo en cuenta, además, que al hacerse hombre, Cristo fue también tentado de varias maneras pero sin ceder nunca a ninguna de ellas, y se halla más que dispuesto a compartir con nosotros, los creyentes, las armas que Él mismo utilizó en su momento para resistir a la tentación cuando ésta se le presentó. En consecuencia, los cristianos no podemos nunca argumentar que no pudimos resistir la tentación, sino más bien que, honestamente y en realidad, no quisimos resistirla tanto, pues en Cristo tenemos el poder para resistirla si en verdad lo deseamos de corazón, como nos lo recuerda el apóstol Pablo al revelarnos esta promesa puntual y concluyente por parte de Dios: “Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir” (1 Corintios 10:13)
Una salida para resistir
“La tentación está a diario a las puertas de nuestra vida, pero Dios provee siempre una salida para no tener que dejarla entrar”
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