En la Biblia el pecado es pecado, sin más calificaciones ni matices, desde las llamadas “mentiras piadosas”, expresión contradictoria, pues las mentiras no dejan de ser mentiras por el hecho de que se hayan dicho, presumiblemente, con buenas intenciones, algo siempre dudoso; hasta el robo o el asesinato y otras acciones igual de graves y extremas. Y la paga del pecado, cualquiera que sea, es muerte. No existe, pues, aquella artificial distinción entre pecados mortales y veniales, propia de la tradición católica romana. Ahora bien, esto no significa que las consecuencias de los pecados sean las mismas en todos los casos, pues su mayor o menor gravedad se manifiesta es en este aspecto, comenzando por las consecuencias que tiene para la calidad de nuestra vida actual, en la que existe un amplio catálogo de pecados cuyas consecuencias son, comparativamente, más o menos serias. Gradación que también encontramos en la eternidad, pues los no creyentes que por tal razón se condenen ─haciendo así de la incredulidad el primero y más grave pecado─ recibirán diversos grados de castigos, así como los creyentes que se salvan recibirán diversos grados de recompensas en la medida en que hayan hecho uso correcto de lo recibido de Dios para dejar en este mundo legados más o menos perdurables y dignos de mención, fundamentados en Cristo y sus enseñanzas. Es por eso que la gravedad de los pecados debe ubicarse siempre en este contexto exclusivamente, sin olvidar, por tanto, la solemne advertencia: “… ¿No se dan cuenta de que un poco de levadura hace fermentar toda la masa?” (1 Corintios 5:6)
Un poco de levadura
“Distinguir entre pecado mortal y venial es trivializar el pecado para poder justificarlo como una pequeñez inocua y tolerable”
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