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Conferencias

Soberanía divina y albedrío humano

Enfrentamientos y conciliaciones

El gran teólogo presbiteriano Charles Hodge, director en su momento del Seminario Teológico de la prestigiosa Universidad de Princeton en New Jersey y autor de la muy reconocida Teología Sistemática de Hodge, decía que: “La soberanía de Dios es a todas las otras doctrinas lo que la formación de granito es a los otros estratos de la tierra. Subyace a ellos y los sostiene”. Es decir que la soberanía de Dios es el fundamento de todas las demás doctrinas de modo que si se niega la soberanía las demás doctrinas se caen una tras otra como fichas de dominó o, peor aún, como un castillo de naipes, pero si, por el contrario, se afirma la soberanía las demás doctrinas se sostienen bien afirmadas y con un sólido sustento.

En efecto, la soberanía de Dios entendida como la afirmación tajante de que: “El Señor hace todo lo que quiere en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Salmos 135:6) es un dogma de fe del cristianismo en cualquiera de sus ramas. Sin embargo, la incomprensión alrededor de ella y la dificultad de conciliarla manteniendo la tensión existente entre ella y el albedrío humano ha hecho de la soberanía de Dios uno de los blancos de ataque del pensamiento secular e incluso de algunos sectores del cristianismo que la equiparan, por una parte, con visiones deterministas y fatalistas de la realidad al considerar que la soberanía divina haría del albedrío humano una ilusión o una farsa y nada más, mientras que por otro lado, planteamientos teológicos presuntamente cristianos en el otro extremo del espectro como el llamado “teísmo abierto” (https://creerycomprender.com/el-teismo-abierto/), han terminado negándola junto con la omnisciencia como uno de los atributos clásicos de Dios que el cristianismo siempre le ha reconocido.

Aclaremos antes que nada conceptos, comenzando por el determinismo, que consiste en la creencia en que nuestros actos no están determinados por nuestra voluntad realmente, sino que se encuentran condicionados y determinados por estímulos ajenos a ella que se hallan más allá de nuestro control, tales como nuestra genética y nuestro medio ambiente ꟷo Dios, para nuestros propósitosꟷ, y el fatalismo, definido como la creencia en que nuestro destino está escrito de manera inmodificable y no hay nada que podamos hacer para cambiarlo sino que lo único que podemos hacer es resignarnos a él y aceptarlo. Una vez definidos de este modo, podemos ya avanzar para señalar que entre estos dos extremos del espectro marcados, por un lado, por el determinismo y el fatalismo y por el otro lado, por el ya aludido teísmo abierto; existen básicamente tres planteamientos cristianos que intentan explicar la tensión existente entre la soberanía divina y el albedrío humano sin sacrificar a ninguno de los dos en el intento en favor de su enfrentado, que viéndolo con más cuidado, no sería en realidad su enfrentado, sino su complemento.

Estos tres planteamientos son el calvinismo (en honor al teólogo Juan Calvino), el arminianismo (en honor al teólogo Jacobo Arminio) y el molinismo (en honor al teólogo Luis de Molina). Los dos primeros surgen en las toldas protestantes, siendo el arminianismo una disidencia del calvinismo ꟷaunque los calvinistas tienen bastante afinidad con el pensamiento antiguo de Agustín, y cuentan con su equivalente católico actual en los dominicos, mientras que los arminianos tiene afinidad con el pensamiento antiguo de Pelagio y con los jesuitas en la actualidadꟷ, mientras que el último, el molinismo, es de la órbita católica, aunque lo suscriben también protestantes. En este orden de ideas, el calvinismo ha sido el más atacado de los tres por quienes consideran que éste no difiere del determinismo y el fatalismo que nos despojan de nuestro albedrío, cuando en realidad esta acusación sólo concierne a las versiones extremas de él, como el llamado “hipercalvinismo”, que honra de tal modo la soberanía de Dios que termina negando la realidad del albedrío humano.

La reacción contra el calvinismo en sus versiones más moderadas y sensatas son el producto, entonces, de las prevenciones hacia él que lo confunden con el “hipercalvinismo” determinista y fatalista y de la negativa a escuchar siquiera sus argumentos a los que consideran siempre amenazantes a priori hacia el albedrío humano que ninguno de nosotros estamos dispuestos a rendir ni negociar de ningún modo. Por otra parte, el arminianismo defiende de tal modo el albedrío humano que termina socavando la soberanía divina o haciendo de ella una espectadora que ratifica las decisiones humanas y nada más. Y el molinismo es demasiado vasto, denso y ambicioso en su intento de conciliarlas a ambas, incurriendo en un derroche explicativo que tanto arminianos como calvinistas consideran innecesario.

El calvinismo y el arminianismo, de hecho, no extienden por fuerza sus consideraciones alrededor de la manera en que interactúan la soberanía de Dios y el albedrío humano a todos los aspectos de la vida humana, sino que las concentran explícitamente en la salvación del hombre en virtud de su fe en Jesucristo y su obra de redención consumada con su muerte y resurrección. Así, el calvinismo afirma al respecto la preeminencia de la soberanía de Dios en la salvación al elegir a quienes han de ser salvos, interviniendo de manera determinante para inclinar ꟷpero no obligarꟷ sus voluntades a favor de la fe en Él, mientras que el arminianismo afirma que la soberanía de Dios se limita a ratificar de manera anticipada la decisión de los hombres que opten en su momento por creer en Cristo y nada más, sin intervenir de un modo decisivo a favor de esta decisión.

Sin embargo, aunque ninguno de los dos pretenda hacer extensiva esta interpretación y comprensión de la soberanía divina y el albedrío humano a todos los demás aspectos y decisiones de la vida humana, su entendimiento de estos asuntos termina coloreando de un modo inevitable todos estos aspectos, de modo que muchos llegan a pensar que el calvinismo afirma que Dios, en virtud de su soberanía, está interviniendo continuamente en todas nuestras decisiones presuntamente libres, y que los arminianos sostienen la absoluta neutralidad de la soberanía de Dios en relación con todas las decisiones humanas, sin intervenir de ningún modo en ellas, en lo que sería una caricatura de ambas posturas.

El molinismo, por su parte, respeta de tal modo el albedrío humano en todas y cada una de las situaciones particulares de las vidas de los hombres y con especialidad, en lo que concierne a la decisión de fe, que afirma un entendimiento muy amplio de la soberanía de Dios de carácter más filosófico que teológico (lo cual no es necesariamente malo por sí mismo) por el cual, apoyado en un aspecto de la omnisciencia divina al que llama “ciencia media” que faculta a Dios para conocer toda la infinita gama de universos que podría haber creado y considerado con todas sus posibilidades, Él creó precisamente el universo en el que todos los que llegarán a creer en él de manera libre y voluntaria, son justamente los mismos que Él eligió para ser salvos. Un giro interesante que salva por igual la soberanía de Dios y el albedrío humano, pero que no resulta fácil de asimilar para muchos, aunque hay que decir que hoy con la especulación científica alrededor de la posibilidad de los multiversos y las series de televisión que plantean viajes en el tiempo junto con la posibilidad de distintas líneas de tiempo coexistentes para una misma persona en universos paralelos, la comprensión alrededor del molinismo puede haber ganado algo en el entendimiento popular alrededor de ella por parte del creyente común.   

En medio de las discusiones, afinidades y desacuerdos entre las partes hay ciertos aspectos relacionados con la soberanía de Dios en las que todos los cristianos estamos de acuerdo y hacemos ꟷo debemos hacerꟷ causa común para defenderlos. El primero es la defensa de la doctrina de la providencia que nos lleva a sostener que, si bien Dios puede hacer lo que le parezca, no lo hace nunca de manera caprichosa y arbitraria, sino siempre para el bien y beneficio de Su creación. Esto condiciona el ejercicio de su soberanía, pero es una condición que procede del mismo carácter bueno y justo de Dios y no de nada externo a Él. Dios no es, ciertamente, como un niño pequeño que se divierte con sus juguetes y hace con ellos lo que su inflamada imaginación le va indicando según surgen en su mente las historias más fantásticas y disparatadas. La Biblia afirma que Dios, además de ser soberano, es un Dios providente; es decir que ejerce su soberanía con justicia y misericordia, para el bien y el beneficio de sus criaturas en lo que la teología designa como “providencia”.

Así, pues, si Dios hace lo que le parece, lo hace con arreglo a un plan muy sabio concebido desde el principio para llevar la historia de la humanidad y del universo en general a feliz término, para la gloria y honra de Su nombre. Un plan en el que Él ha determinado, entre otras cosas, que quienes por su gracia hemos llegado a creer en Cristo rindiéndole nuestra vida en arrepentimiento, obediencia y fe; obtengamos ahora o al final la mejor parte, de dónde los cristianos podemos apelar con confianza a la soberanía de Dios, conscientes de que su omnipotencia está subordinada siempre a su buena voluntad, agradable y perfecta, es decir que no se trata propiamente de que Dios todo lo puede; sino de que Él hace siempre lo que quiere, y lo que quiere es en todos los casos y de un modo u otro, lo mejor para sus criaturas en general y para sus hijos en particular, de manera que podamos exclamar con rendida confianza:  “Nuestro Dios está en los cielos y puede hacer lo que le parezca” (Salmo 115:3).

En segundo lugar, todos los cristianos sostenemos la llamada “concurrencia”, nombre que recibe ese aspecto de la soberanía de Dios por el cual, incluso nuestros actos pecaminosos concurren finalmente y de manera misteriosa a sus buenos propósitos de tal manera que, sin que podamos renunciar nunca a nuestras responsabilidades ante Dios y al ejercicio de nuestro libre albedrío del que tendremos que darle cuenta en su momento; nada de lo que hagamos puede echar a perder sus planes y propósitos de una manera definitiva ni mucho menos, pues la voluntad de Dios siempre se cumple, con nuestra ayuda y dócil colaboración o a pesar de ella, como lo comprobaron los hermanos de José luego de venderlo como esclavo: “Pero ahora, por favor no se aflijan más ni se reprochen el haberme vendido, pues en realidad fue Dios quien me mandó delante de ustedes para salvar vidas. Desde hace dos años la región está sufriendo de hambre, y todavía faltan cinco años más en que no habrá siembras ni cosechas. Por eso Dios me envió delante de ustedes: para salvarles la vida de manera extraordinaria y de ese modo asegurarles descendencia sobre la tierra. Fue Dios quien me envió aquí, y no ustedes. Él me ha puesto como asesor del faraón y administrador de su casa, y como gobernador de todo Egipto” (Génesis 45:5-8). Por esta razón, es siempre para nosotros mucho más conveniente en todo sentido que la voluntad de Dios se cumpla con nuestra consciente y rendida colaboración que a pesar nuestro y en contravía con su voluntad, pues en todo este cuadro siempre será mejor ser tenidos como colaboradores de Dios que como sus opositores. En otras palabras, puesto que lo que Dios determina siempre se cumple, es preferible que se cumpla gracias a nosotros y no a pesar de nosotros.

En tercer lugar, esto matiza también el alcance de la omnipotencia como atributo divino. Porque la afirmación de que “Dios todo lo puede” suele ser una manera en que definimos el atributo divino de la omnipotencia en el que se fundamenta la revelación que Dios hace de Sí mismo a los hombres como un Dios Todopoderoso. Pero ésta es una definición de la omnipotencia que puede resultar muy vaga y contradictoria. Porque en realidad, a la luz de la Biblia, Dios no lo puede todo. Más bien, todo lo que Dios quiere, lo puede. El poder de Dios está subordinado a su voluntad, siendo esto de manera exacta lo que la teología designa como la soberanía de Dios. Así, pues, Dios sólo puede lo que quiere. Y es un hecho, por una parte, que Él no lo quiere todo. Y por otra parte, que lo que quiere no obedece a caprichos arbitrarios de Su parte, sino que todo lo que quiere está siempre en armonía con su carácter santo, justo y veraz y la sabiduría que despliega en el cumplimiento de sus propósitos en el universo y con la humanidad entera con miras al futuro establecimiento de Su reino en la Tierra. Así, pues, Dios no puede pecar, cometer injusticias o mentir, no porque materialmente no pueda hacerlo, sino porque nunca querrá hacerlo. A diferencia de los seres humanos en general e incluso de los creyentes en particular, todo lo que Dios hace es absolutamente consecuente y consistente con Quien Él es, sin que exista nunca conflicto en Él entre lo que desea hacer y lo que debe hacer, pues lo que Él desea hacer siempre coincide con lo que debe hacer. Es, entonces, teniendo en cuenta todas las anteriores consideraciones que debemos entender las declaraciones bíblicas a favor de la omnipotencia y soberanía divinas. Así, pues, el hecho de que Dios no pueda no significa impotencia de su parte, sino simplemente que no quiere, porque no va con su carácter.

En cuarto lugar, dejando de lado el extremo de los “hipercalvinistas”, todos los cristianos debemos defender la realidad del albedrío humano, puesto que, recapitulando un poco, la soberanía de Dios por la cual Él hace siempre en último término lo que quiere, de tal modo que todo lo que nosotros hagamos concurre al final de un modo u otro con su voluntad, no significa que el albedrío y la responsabilidad del ser humano son un espejismo o una farsa, como si en realidad fuéramos autómatas que siguen un libreto creyendo engañosa e ingenuamente que estamos ejerciendo nuestra capacidad de elegir sin que sea así. Si las cosas fueran de este modo, Dios no podría responsabilizarnos por nuestros actos y Él sería entonces también, de manera indirecta, el autor del mal. Pero en la Biblia la soberanía de Dios no anula el albedrío humano y la necesidad de responsabilizarnos de nuestros actos, pues lo que Dios en su soberanía hace es brindarnos un rango de maniobra para tomar nuestras decisiones buenas o malas y afectar de ese modo el curso de los acontecimientos, pero no tanto como para frustrar o estorbar definitivamente la realización de sus planes y propósitos en el mundo. Dicho de otro modo, Dios gobierna por lo pronto la historia humana con tal sutileza, elegancia y sabiduría que, sin tener que imponerse en ella por la fuerza y de manera avasalladora sobre las voluntades de los hombres, se asegura sin embargo de que aún nuestras malas acciones se terminen encaminando a sus propósitos, de la misma manera en que el curso de un río le indica a las aguas que por él discurren la dirección que deben seguir, pues: “En las manos del Señor el corazón del rey es como un río: sigue el curso que el Señor le ha trazado” (Proverbios 21:1). En efecto, Dios nos brinda un buen rango de maniobra para el ejercicio responsable de nuestro albedrío, pero se asegura también de que sus propósitos finales no se frustren en nuestra vida.

Eso pone sobre la mesa, en quinto lugar, el tema de la responsabilidad humana que nos lleva a todos los cristianos a sostener que, aunque Dios utilice el mal para sus buenos propósitos, somos culpables, pues la soberanía de Dios no anula nuestra responsabilidad. Si bien Dios en su sabia soberanía puede extraer el bien del mal, eso no significa que el mal deje de ser malo, ni que quienes lo cometen queden exentos de culpa por el hecho de que Dios haya utilizado eventualmente sus maldades para la realización de sus buenos propósitos, como lo hizo una vez más en el caso de José y sus hermanos: “Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente” (Génesis 50:20). Los hermanos de José vieron cómo, en último término, Dios utilizó su malvado acto de vender como esclavo a su propio hermano, para traer un bien mayor para toda la familia del patriarca Jacob. Sin embargo, todos ellos tuvieron que pagar un costo ineludible por su maldad que no tuvo que ver tan sólo con la culpa y el remordimiento que debieron cargar en su conciencia desde entonces, sino también con todas las vicisitudes que se vieron obligados a vivir y sufrir cuando acudieron en dos oportunidades a Egipto para comprar alimentos con ocasión de los siete años de hambruna que sobrevinieron sobre toda la región del cercano Medio Oriente. José consideró de manera providencial que todo este proceso disciplinario de dolorosas pruebas a las que sometió a sus hermanos antes de que ellos lo reconocieran, luego de que él también considerara oportuno revelarles su identidad; era necesario para establecer sin lugar a duda que sus remordimientos se hubieran traducido en verdadero arrepentimiento y en el consecuente aprendizaje de las lecciones del caso, antes de proceder a la feliz reconciliación final con todos ellos.

En consecuencia estamos obligados a afirmar, entonces, en sexto lugar, que la maldad es real y aunque el mal no tiene existencia propia con independencia del bien, convive con el bien parasitándolo y corrompiéndolo, algo que no toma, sin embargo, por sorpresa a Dios, pues en su omnisciencia y soberanía Él ya lo ha considerado y anticipado al punto que podríamos decir que nadie se encuentra por fuera de los propósitos de Dios, pues hasta los malvados empedernidos cumplen un propósito en Sus planes.William Lane Craig, tal vez el más emblemático defensor protestante del molinismo en la actualidad afirmaba que: “Es posible que para crear esa determinada cantidad de personas que se salven voluntariamente, Dios también haya tenido que crear el mismo número de personas que elijan perderse”. Y es que, como lo sostenía ya Leibniz, con todo y la presencia del mal y el pecado en él, éste es no obstante y por lo pronto “el mejor de los mundos posibles”. En efecto, nadie que lo haya pensado bien discutiría que el albedrío o la capacidad de elegir por nosotros mismos debería formar parte de “el mejor de los mundos posibles”.

Y esto nos conduce a que, en último término y sin perjuicio de la determinante participación de Dios en el proceso, tanto quienes se salvan como quienes se condenan lo hacen porque así lo quisieron o decidieron al acoger la fe o resistirse a ella. Por eso la pregunta que muchos se formulan en el sentido de por qué, si Dios todo lo sabe, no creó únicamente a quienes finalmente se salvarían omitiendo a quienes se condenarían; carece de fundamento, pues desde el punto de vista de la lógica más elemental, para que una decisión sea realmente consciente y voluntaria, debe existir la posibilidad de tomarla en uno u otro sentido, por lo que siempre debe haber algunos que la toman en un sentido mientras que otros lo hacen en el otro. Y desde el punto de vista de la Biblia, en ella se nos revela que esto es necesario para establecer los contrastes que nos lleven a adquirir consciencia de la misericordia que Dios nos ha concedido a quienes hemos rendido nuestra vida a Cristo, pues: “Toda obra del Señor tiene un propósito; ¡hasta el malvado fue hecho para el día del desastre!” (Proverbios 16:4).

En séptimo lugar, todo este trasfondo hace resaltar la misericordia de Dios afirmada por todos los creyentes, de tal modo que, independiente de cómo se entienda su elección por parte de calvinistas, arminianos o molinistas, todos estamos de acuerdo en que la misericordia es un acto soberano de Dios por el cual Él elige a unos sobre otros sin que nadie pueda señalarlo de injusto. Así, por una parte, en el ejercicio de su soberanía y siendo como es un Dios absolutamente justo, Dios garantiza que al final y en último término se hará justicia en todos y cada uno de los aspectos de la vida de todos los hombres. Pero dado que si se trata de justicia estricta ningún ser humano puede salir bien librado, Dios también ha decidido otorgar misericordia inmerecida sobre quien Él quiera de manera soberana, otorgando el perdón, el indulto y la salvación eterna a sus elegidos, sin que al hacerlo así nadie pueda acusarlo de injusto por no castigarlos como se lo merecen, junto con el resto de la humanidad, pues si bien el resto de la humanidad impenitente es justamente castigada por sus pecados al padecer la muerte o separación eterna de Dios en lo que se conoce como la condenación eterna; los elegidos para recibir misericordia también son justamente castigados, pues sus pecados ya fueron expiados igualmente con la muerte de Cristo en la cruz, Quien los sustituye personalmente a todos y cada uno de ellos en el patíbulo de la ejecución para poder ofrecerles así abundante misericordia sin que nadie pueda señalarlo de injusto al actuar de este modo en ejercicio de su soberanía, como lo declara el apóstol: “Y el Señor le respondió: ꟷVoy a darte pruebas de mi bondad, y te daré a conocer mi nombre. Y verás que tengo clemencia de quien quiero tenerla, y soy compasivo con quien quiero serlo” (Éxodo 33:19).

En octavo lugar, todos los cristianos coincidimos en que nuestras decisiones y actitudes, si bien no pueden malograr de manera final y definitiva los planes de Dios, sí hacen una diferencia en su correspondiente desenvolvimiento que puede obrar para nuestro beneficio o para nuestro perjuicio. Tomemos, por ejemplo, el éxodo de Israel por el desierto para llegar a la tierra prometida. Es un hecho que Dios determinó que Su pueblo cruzara por el desierto, pero el tiempo de permanencia en él fue entera responsabilidad del pueblo. Basta comprobar cómo, para quienes recorren hoy por tierra el trayecto entre Egipto e Israel resulta incomprensible y difícil de creer que a Israel le hubiera tomado cuarenta años entrar en la tierra prometida luego de su salida de Egipto liderados por Moisés. Para entender esto no basta matizar el asunto señalando que este era un grupo muy numeroso de cerca de dos millones de personas desplazándose a pie y dentro del cual había mujeres, niños y ganado junto con todo el equipaje que acompañaría una migración masiva de este estilo. Tampoco es suficiente señalar que en realidad a los israelitas les tomó tan sólo dos años llegar a las puertas de la tierra prometida, para tener que comenzar a deambular a partir de este momento en el desierto otros treinta y ocho años más antes de poder entrar en la tierra de Canaán. Más allá de estas necesarias consideraciones, lo cierto es que en la voluntad de Dios Israel debía pasar por el desierto para poder entrar a la tierra prometida, pues el desierto es un paso necesario para aprender lecciones de vida y madurar en la fe de una manera que no se puede lograr de ningún otro modo. Sin embargo, el tiempo final de permanencia en el desierto no formaba parte de la voluntad de Dios, sino que fue el producto de la necedad y resistencia del pueblo para aprender rápidamente las lecciones del caso, algo que por lo visto no logró toda una generación de israelitas que tuvieron por ello que vagar y morir en el desierto: “El Señor se encendió en ira contra Israel, y los hizo vagar por el desierto cuarenta años, hasta que murió toda la generación que había pecado” (Números 32:13).

En noveno lugar y en conexión con todo lo dicho, todos los cristianos están de acuerdo en que la sujeción voluntaria a Dios y la sensibilidad a su voz y a su guía hace mucho más llevadera la vida y potencia los buenos tiempos en que la bendición divina es evidente sobre el creyente, al mismo tiempo que suaviza los malos tiempos en que las circunstancias pueden tornarse difíciles en el ciclo inevitable de altibajos y ondulaciones de la vida cristiana y de periodos de vacas gordas seguidos de vacas flacas. Por eso, si bien planear teniendo presente a Dios no es algo malo sino recomendable, sí es mala la rigidez que excluye los cambios imprevistos orquestados por Dios. Por eso, aunque la planificación, el orden, las rutinas y la disciplina sean aspectos necesarios de la vida del creyente maduro que quiere agradar a Dios y ser productivo en todos los campos de su llamado y desempeño vital en este mundo; también lo es que la rigidez en todos estos frentes no constituye una virtud, sino en muchos casos un defecto que merma nuestro potencial y nos impide escuchar y seguir la voz y la guía de Dios, que no están limitadas ni restringidas únicamente a nuestras provechosas actividades rutinarias del día a día planificadas con anterioridad de manera rigurosa, como si Dios no pudiera modificarlas soberanamente de ningún modo. Por eso, el creyente debe ser lo suficientemente flexible para incorporar a sus planes los cambios de último momento a los que sea conducido por Dios a través de las circunstancias cambiantes de la vida, entre las cuales se encuentran un buen número de situaciones espontáneas no previstas y a veces inevitables de nuestras jornadas diarias cuyo legítimo provecho es evidente y para las cuales no habrá nuevas oportunidades, que obedecen, entonces, a la agenda divina, de modo que, si somos sabios y sensibles a la guía de Dios, nos obligan a modificar de buen grado nuestra agenda. Y es que en definitiva, el hombre propone, pero al final es Dios quien dispone.Todo esto, por supuesto, sin perjuicio de la buena planificación, pues: “Los planes bien pensados: ¡pura ganancia! Los planes apresurados: ¡puro fracaso!…” (Proverbios 21:5), pero teniendo presente al mismo tiempo la advertencia para que: “No te jactes del día de mañana, porque no sabes lo que el día traerá” (Proverbios 27:1).

Por último y para redondear estas diez consideraciones compartidas por todos los cristianos alrededor de la soberanía de Dios al margen de si son calvinistas, arminianos o molinistas, el entendimiento correcto de la Biblia a este respecto nos lleva a sostener que, puesto que Cristo es el principio y el fin, el Alfa y la Omega, la primera y la última palabra, hagamos lo que hagamos, al final Él se sale con la suya con nuestra ayuda o sin ella. La conciliación entre la soberanía de Dios y el albedrío humano estará siempre más allá de nuestra cabal comprensión, pero lo que sí es claro es que si Dios es soberano, nuestro albedrío, como quiera que lo entendamos, debe estar por lógica subordinado a Su soberanía. Todos nuestros proyectos tienen, por tanto, siempre tan sólo un carácter preliminar en relación con los Suyos, que son los definitivos. Dios, pues, se sale siempre con la suya, pues: “El corazón humano genera muchos proyectos, pero al final prevalecen los designios del Señor” (Proverbios 19:21), por lo cual es siempre preferible que prevalezcan con nuestra colaboración y no a pesar nuestro.

Las coincidencias alrededor de estos diez puntos entre cristianos procedentes tanto del calvinismo como del arminianismo o del molinismo por igual, nos debe llevar al diálogo entre nosotros para ofrecer un frente común a aquellos que caricaturizan y atacan la soberanía de Dios desde afuera, señalándola de arbitraría, tiránica, determinista o fatalista al punto que haría de nosotros meros títeres siguiendo rígidamente el libreto aprendido con el que vendríamos programados, o a quienes la atacan desde adentro, como los teístas abiertos que terminan negando de un modo u otro, no solo la soberanía divina, sino también su omnisciencia pretendiendo de este modo prestarle un buen servicio al cristianismo que obra el efecto contrario de arrojarnos a la incertidumbre y la desesperanza, si es que Dios no puede conocer ni anticipar nuestras acciones hasta que estas no tengan lugar en el tiempo y tiene que estar reaccionando a ellas en el momento en que las tomamos para enderezar el rumbo o ajustarlo, asumiendo el riesgo siempre latente de que podamos echar a perder el cuadro y malograr sus buenos propósitos para nuestras vidas que se concretan en la seguridad de la salvación y en los planes de bienestar y no de calamidad que Dios tiene reservados para los Suyos a fin de darles un futuro y una esperanza, cumpliendo su segura promesa de que Él que comenzó en nosotros tan buena obra la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús.

Se impone, entonces, un diálogo constructivo entre calvinistas, arminianos y molinistas que no ceda a la tentación de las descalificaciones mutuas sin haber escuchado los argumentos de la contraparte por estar aferrado a la postura propia, pues lo más probable es que al hacerlo de este modo todos tengamos que ceder algo y ajustar nuestra postura dándole la razón a la contraparte en más de un aspecto y reconociendo y confesando tal vez que los ataques y señalamientos que les hemos dirigido carecen en realidad del fundamento que pretendíamos y obedecían únicamente a que nos habíamos formado una imagen equivocada de cada uno de ellos en lo que se conoce en el campo de la argumentación como un “strawman” o un “hombre de paja”, una caricaturización tal de la postura de nuestro interlocutor que nos resulta muy fácil echarla por tierra, cuando en realidad la postura es más compleja, profunda y bíblicamente fundamentada de lo que habíamos pensado o imaginado previamente.

Finalmente, la soberanía divina en los términos expuestos nos capacita para decir con Martin Luther King que: “El mal porta consigo la semilla de su propia destrucción. A la larga, el bien derrotado es más fuerte que el mal triunfante” y para estar de acuerdo con Charles Beard en la convicción de que: “Los molinos de Dios muelen lentamente, pero muelen extraordinariamente fino”. A la vista de esto el asunto se reduce entonces a saber si Dios es soberano “a pesar y en contra de” o “a favor y a través de” nosotros mismos, ya sea que asumamos Su voluntad con resignada impotencia o con rendida confianza y la disposición a ser sus colaboradores, aceptando y agradeciendo, entre tanto, que Dios no ejerza su soberanía de manera avasalladora sobre la humanidad, sino que haya preferido hacerlo de manera más bien sutil, tras bambalinas, con sabiduría más que con fuerza y con persuasión más que con imposición, pero sin perder nunca por ello el gobierno de su creación ni la eficacia en el cumplimiento final de sus propósitos.

Es por eso que la evangelización llevada a cabo por los creyentes en obediencia a la gran comisión recibida de Jesucristo a este respecto, no es de ningún modo, a pesar de las eventuales apariencias en contra, un esfuerzo estéril y sin provecho. No sólo debido a la garantía que tenemos de que la Palabra de Dios nunca vuelve vacía, sino que hace todo aquello para lo que fue enviada, sino también porque a pesar de la evidente y anunciada oposición que el mundo ofrece a Cristo, bajo la superficie y de un modo u otro la causa de Dios continúa avanzando hacia su plena consumación contra viento y marea, pues está respaldada por la soberanía de Dios y su presencia espiritual permanente para garantizar y supervisar los resultados en todos y cada uno de sus escogidos, razón que sustenta de sobra la confianza del creyente y su disposición a obedecer de buena gana la escueta instrucción paulina: “No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos, si no nos damos por vencidos” (Gálatas 6:9).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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  • Gracias pastor, Dios es soberano “a pesar y en contra de” o “a favor y a través de” nosotros mismos, buen trabajo, Dios bendiga su don y la obra de sus manos.