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Conferencias

Pentecostés

El Espíritu Santo y los dones milagrosos

Dentro de todos los aspectos teológicos que conciernen al Espíritu Santo, tal vez el aspecto práctico actualmente más controvertido y debatido alrededor de Él es el relativo a la vigencia de los dones milagrosos del Espíritu Santo. Y dado que este tema está estrechamente asociado en el presente al surgimiento de las iglesias pentecostales y carismáticas modernas, que son de lejos las de mayor crecimiento en nuestros días, esta circunstancia parece haber corregido el desbalance al que hacía referencia el teólogo y apologista Alister McGrath cuando dijo: “El Espíritu Santo ha sido, durante mucho tiempo, la ‘cenicienta’ de la Trinidad. Las otras dos hermanas iban al baile teológico, pero el Espíritu Santo siempre tenía que quedarse en casa”. Así, pues, en principio la iglesia debe estar agradecida del correctivo que las iglesias pentecostales y carismáticas aplican a este desbalance, pero estos intereses y énfasis particulares no han estado exentos de malentendidos y excesos por cuenta de estas mismas iglesias.

En efecto, el panorama teológico que tendía a marginar al Espíritu Santo cambió drásticamente en los albores del siglo XX cuando surge dentro de la iglesia evangélica norteamericana el movimiento pentecostal, cuya característica más distintiva fue el hablar en lenguas como resultado de haber experimentado lo que los pentecostales llaman desde entonces de manera algo equívoca, el “bautismo en el Espíritu Santo”, como sucedió con la iglesia primitiva, según lo podemos leer en el capítulo 2 del libro de Hechos de los Apóstoles. Esta experiencia fue, presuntamente, reeditada por Dios a comienzos del siglo XX en dos relativamente recientes episodios emblemáticos de características muy similares, pero de cualquier modo distintos entre sí. En primer lugar, lo sucedido en 1901 en una escuela bíblica de Topeca, Kansas, bajo la dirección del reverendo Charles Fox Parham. Y en segundo lugar el llamado “Avivamiento de la calle Azusa” iniciado en 1906 en una reunión similar ocurrida en la calle Azusa de Los Ángeles, California, bajo la dirección de un predicador de color discípulo de Pardham, de nombre William Seymour, en donde también los asistentes hablaron en lenguas como había sucedido anteriormente en Kansas. Este es el origen de lo que se conoce como el pentecostalismo clásico en las toldas protestantes evangélicas, que puso de nuevo al Espíritu Santo en el centro de las reflexiones teológicas.

Al respecto John MacArthur afirma: “algunos evangélicos de las denominaciones principales son culpables de descuidar al Espíritu Santo por completo… por otro lado los movimientos pentecostales y carismáticos modernos han empujado el péndulo hacia el extremo opuesto…”. Así, pues, en este nuevo interés práctico y teológico en el Espíritu Santo los extremos enfrentados del espectro están marcados, por un lado, por los llamados “cesacionistas” ꟷcomo MacArthurꟷ, que son los cristianos que critican al pentecostalismo moderno afirmando que es un movimiento engañoso con el argumento de que, según la Biblia, los dones del Espíritu Santo tales como el don de lenguas ꟷel más representativo y promocionado de todos por los pentecostales clásicosꟷ cesaron por completo en el primer siglo de la iglesia, pues estaban limitados a la iglesia apostólica y concluyeron con ella. En el otro extremo se encontrarían por igual pentecostales, carismáticos y la llamada “tercera ola”, movimientos con orígenes diferentes a lo largo del siglo XX pero que, a pesar de sus sutiles diferencias teológicas, tienen en común su énfasis en la vigencia de las lenguas y, en general, los dones milagrosos del Espíritu Santo, por lo que para nuestros propósitos podemos considerarlos como un solo grupo.

Entre estos dos extremos se ubica la postura comúnmente llamada “continuacionista”, por contraste con los cesacionistas, que son quienes afirman la continuidad de la vigencia de los dones del Espíritu Santo, más allá de la era apostólica hasta nuestros días. Pero los continuacionistas hacen esta afirmación con reservas, en vista de que habría que reconocerle a los cesacionistas que los movimientos pentecostales y carismáticos que dominan numéricamente de lejos el panorama protestante evangélico de la actualidad, han cometido muchos excesos en nombre del ejercicio de los dones del Espíritu Santo que han desprestigiado a la iglesia a los ojos del mundo. Entre ellos sobresale el cuestionable carácter moral de un significativo número de sus fundadores y algunos de sus más representativos exponentes originales que han sido protagonistas de sonados escándalos relacionados con inmoralidad sexual y malos manejos del dinero, sin mencionar las infiltraciones doctrinales de carácter cuestionable a las que estas iglesias han estado abiertas ꟷcomo la “teología de la prosperidad” y el “movimiento de la fe”ꟷ que serán tema de una posterior conferencia.

Por esta razón, la postura continuacionista puede ser mejor definida como “abierta, pero cautelosa”. Abierta a la vigencia y al ejercicio actual de los dones del Espíritu Santo en la iglesia, pero cautelosa debido a que no todo lo que se quiere atribuir a la acción del Espíritu Santo en la iglesia procede realmente de Él. Lo cual no significa cerrarse de lleno al ejercicio de los dones, sino vigilar de manera bíblicamente documentada sus presuntas manifestaciones sobrenaturales cuando se dan, antes de aceptarlas y atribuirlas a Dios a ojo cerrado y no hacer, de cualquier modo, de este tipo de acciones particulares del Espíritu Santo el centro de la actividad de la iglesia y de la vida cristiana, como suelen hacerlo con frecuencia muchas iglesias pentecostales y carismáticas. Bíblicamente hablando, esta postura de centro está justificada en el hecho de que, a pesar de suscribir y tener que estar de acuerdo con los cesacionistas en muchas de sus críticas al movimiento pentecostal y carismático de nuestros días, también es cierto que, sin perjuicio de la crítica que debe emprenderse hacia sus excesos, no todo es malo con el movimiento pentecostal. Y otro aspecto que justifica la postura continuacionista es que, al final los argumentos de los cesacionistas en contra de la vigencia actual de los dones del Espíritu Santo no son tampoco bíblicamente concluyentes, por lo que si de equivocarse se trata, puede ser preferible equivocarse a favor del Espíritu Santo y no en contra de Él. Es desde este horizonte, entonces, que consideramos el ejercicio actual de los dones milagrosos del Espíritu Santo que se expondrá, grosso modo, a continuación.

Valga decir que, bíblicamente hablando, la argumentación más sólida por parte de los cesacionistas es la que tiene que ver con la no vigencia actual de los ministerios apostólico y profético, a los que se asocia casi de manera exclusiva con el ejercicio de los dones milagrosos del Espíritu Santo, pues los apóstoles del Nuevo Testamento y los profetas del Antiguo fueron personajes bíblicos que ciertamente llevaron a cabo muchos milagros por el poder de Dios, por lo que se presume que al demostrar la no vigencia de apóstoles y profetas ꟷsu argumento más fuerte y difícil de refutarꟷ piensan dejar sin ninguna base a los milagros mediados a través de taumaturgos o hacedores de milagros, conexión de causa que no deja de ser discutible. Sea como fuere, a este respecto tenemos que estar de acuerdo con ellos en que hoy por hoy no pueden existir ni apóstoles ni profetas (por lo menos, no en el sentido estricto en que los doce, Pablo o Bernabé lo fueron, o los profetas del Antiguo Testamento, ambos grupos depositarios de la revelación de Dios en un sentido en que nadie más aparte de ellos puede reclamar para sí). Pero la conclusión de que esto demuestra, entonces, la no vigencia posterior o actual de los dones del Espíritu Santo es su argumentación bíblica más débil y, por lo mismo, más cuestionable y de ningún modo concluyente.

En relación con lo que llamamos “dones”, hay que establecer que aquellos que se encuentran en medio de la controversia, son los dones explícitamente milagrosos del Espíritu Santo. Por eso, vale la pena emprender una explicación acerca de los dones en general, a vuelo de pájaro, tal como estos aparecen en la Biblia. Podemos apoyarnos en el tratamiento que el teólogo Charles Ryrie hace de ellos, informándonos, antes que nada, que la palabra que designa los dones milagrosos del Espíritu Santo es la palabra griega charisma. Pero esta no es la única palabra que se traduce al español como “don”, aunque sí es la más se utiliza y en la que vamos a centrar nuestra atención en esta conferencia. Sea como fuere, independiente de la palabra griega que se utilice y el sentido que queremos subrayar aquí, un don espiritual es una habilidad dada por Dios para servicio. Existen dones que Dios otorga a través de la naturaleza, mediante herencia genética, o a través de la cultura humana y están también los dones milagrosos del Espíritu Santo. Los primeros son considerados talentos o habilidades naturales. Los segundos, habilidades adquiridas, y los últimos son propiamente los dones espirituales de marcado carácter milagroso o sobrenatural, otorgados por el Espíritu Santo. Sin perjuicio de esta distinción, todos ellos son dones o habilidades dadas por Dios para servir al cuerpo de Cristo dondequiera y como quiera que Él nos dirija.

En cuanto al ofrecimiento y distribución de los dones espirituales, Ryrie nos informa varios aspectos revelados en la Biblia sobre este particular. En primer lugar, que, en términos generales, son ofrecidos gracias a la obra consumada por el Cristo resucitado y ascendido en virtud de su marcha triunfal luego de su victoriosa resurrección y glorificación: “Pero a cada uno de nosotros se nos ha dado gracia en la medida en que Cristo ha repartido los dones. Por esto dice: «Cuando ascendió a lo alto, se llevó consigo a los cautivos y dio dones a los hombres»” (Efesios 4:7-8). En segundo lugar, que son distribuidos discrecional y soberanamente por el Espíritu Santo: “Todo esto lo hace un mismo y único Espíritu, quien reparte a cada uno según él lo determina… En realidad, Dios colocó cada miembro del cuerpo como mejor le pareció” (1 Corintios 12:11, 18). En tercer lugar, que son distribuidos a todos los creyentes, de tal manera que ningún creyente carece de, por lo menos, un don espiritual. De otro modo Pedro no diría: Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 Pedro 4:10). Y finalmente, que ningún creyente tiene todos los dones, como se deduce de las preguntas retóricas formuladas por el apóstol: “¿Son todos apóstoles? ¿Son todos profetas? ¿Son todos maestros? ¿Hacen todos milagros? ¿Tienen todos dones para sanar enfermos? ¿Hablan todos en lenguas? ¿Acaso interpretan todos?” (1 Corintios 12:29-30).

Al margen de la apertura o no que una iglesia manifieste hacia el ejercicio actual de los dones milagrosos del Espíritu Santo, sí se puede emprender una definición aproximada para cada uno de ellos basada en la Biblia misma, dividiéndolos en principio en tres grupos para efectos de recordarlos mejor,tal como aparecen en 1 Corintios 12:7-11: “A cada uno se le da una manifestación especial del Espíritu para el bien de los demás. A unos Dios les da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otros, por el mismo Espíritu, palabra de conocimiento; a otros, fe por medio del mismo Espíritu; a otros, y por ese mismo Espíritu, dones para sanar enfermos; a otros, poderes milagrosos; a otros, profecía; a otros, el discernir espíritus; a otros, el hablar en diversas lenguas; y a otros, el interpretar lenguas. Todo esto lo hace un mismo y único Espíritu, quien reparte a cada uno según él lo determina”. Así, pues, podemos dividirlos en dones de revelación, dones de inspiración y dones de poder.

Los de revelación serían: palabra de sabiduría, palabra de conocimiento o ciencia y discernimiento de espíritus. Los de inspiración serían: profecía, lenguas e interpretación de lenguas. Y los de poder serían: fe, sanidades y milagros. Esta división, si bien no procede de la Biblia, no es arbitraria y obedece a sus características fundamentales mutuamente compartidas que nos ayudan no sólo a recordarlos, sino también a definirlos más fácilmente. Comencemos, entonces, a definirlos en el orden del caso, empezando por los de revelación y terminando con los de poder, pasando por los de inspiración, teniendo en cuenta que lo que prevalece en cada uno de estos tres grupos es lo que su nombre indica, ya sea la revelación, la inspiración o el poder indistintamente.

Palabra de sabiduría. La palabra de sabiduría podría definirse como la revelación de un propósito puntual y particular de Dios para alguien, como por ejemplo la revelación que Dios hace a Ananías sobre el ministerio apostólico de Pablo (Hechos 9:15-16) o, en relación con este mismo apóstol, la revelación que el profeta Ágabo hace sobre lo que le espera al llegar a Jerusalén (Hechos 21:10-11). Seguimos con la palabra de conocimiento o ciencia. Este don consiste en la revelación de circunstancias específicas a personas específicas en momentos específicos de su vida, como sucedió con la mujer samaritana cuando el Señor le informa que ha tenido cinco maridos y que su actual pareja ni siquiera es legalmente su esposo (Juan 4:17-18), o cuando Pedro recrimina a Ananías y Safira por haber mentido al afirmar que entregaron a la iglesia todo el producto de la venta de una propiedad cuando, en realidad, se habían quedado con una parte del dinero (Hechos 5:3-4).

Discernimiento de espíritus. Podría decirse que este don consiste en una agudización sobrenatural de la intuición que naturalmente posee el ser humano, para poder así identificar la procedencia de ciertas manifestaciones espirituales, según sea la fuente de la que provienen que únicamente puede ser de estos tres tipos: procedencia del Espíritu de Dios, procedencia del espíritu del hombre o procedencia de espíritus malignos o demonios. Como ejemplo podemos señalar la manera en que Cristo confrontaba algunas enfermedades, ya sea como un producto directo de la actividad de demonios o, en su defecto, como simple consecuencia de la condición caída de deterioro que afecta a toda la creación, incluyendo nuestros cuerpos y mentes por igual. Asimismo, el discernimiento de espíritus también tiene que ver con la confianza o desconfianza que nos despierta una persona, según sea que sus intenciones sean buenas o malas hacia nosotros y hacia la causa de Cristo. Aquí tenemos el conocimiento que Cristo tenía de las malas intenciones de los fariseos cuando lo ponían a prueba y, en general, de las intenciones ocultas de los hombres de su tiempo. Pablo tal vez Pablo provee un ejemplo más claro al identificar a un espíritu de adivinación detrás de las, de cualquier modo, veraces exclamaciones que profería una esclava de Filipos anunciando que Pablo y Silas eran siervos del Dios Altísimo que anunciaban el camino de salvación.

Profecía. Si bien es cierto que en la Biblia existe una relación estrecha e íntima entre los conceptos de revelación e inspiración, de tal modo que en muchas ocasiones se superponen y entremezclan entre sí, ambos son de todos modos distintos. Y en este orden de ideas, la profecía es el primero de los dones de inspiración en el que, más que la revelación sobrenatural de información privilegiada otorgada por el Espíritu Santo; lo que prevalece es la inspiración. Pero una inspiración entendida como el efecto estimulante ꟷo si se quiere, inspiradorꟷ que un mensaje de Dios produce sobre sus destinatarios, moviéndolos a la acción y renovando su confianza y su esperanza en Dios.

Es en este sentido que la profecía es el don de inspiración por excelencia, pues contrario a la creencia popular, profecía no es en la Biblia un sinónimo de predecir el futuro. Muchos pasajes de los libros proféticos del Antiguo Testamento no contienen predicciones explícitas y aún en aquellos que las contienen, no son ellas las que les confieren su carácter profético a los respectivos pasajes, sino más bien el hecho de que en ellos se edifique, anime y consuele a los oyentes (1 Corintios 14:3). Las predicciones son algo contingente en las profecías y no esencial ni necesario a ellas, además de que una predicción por sí sola puede llegar a ser censurable adivinación, como en el caso de la esclava de Filipos. Por lo tanto, la profecía como don milagroso del Espíritu Santo consiste en transmitir un mensaje procedente de Dios que edifique, anime y consuele a sus destinatarios, inspirándolos para acciones posteriores consecuentes.

Lenguas. Las lenguas son el don del Espíritu santo más controvertido, pues es el distintivo más tradicional y emblemático del pentecostalismo clásico y al mismo tiempo el don más atacado por los cesasionistas como MacArthur, quienes utilizan para desvirtuarlo la confusión de los fundadores del pentecostalismo de nuestros días al creer que las lenguas que ellos hablaban eran ꟷa semejanza de lo sucedido a la iglesia apostólica en el capítulo 2 de Hechos de los Apóstolesꟷ lenguas humanas habladas por otros pueblos de la tierra, cuando en realidad, como quedó plenamente demostrado después, eran lenguas ininteligibles, procediendo así a descalificarlas bajo el argumento de que siempre que en la iglesia apostólica se presentaba un episodio como los narrados en el libro de los Hechos, los protagonistas hablaban lenguas humanas que eran inteligibles para otros pueblos diferentes a ellos que podían, entonces, comprenderlas, sólo que eran adquiridas en el acto de manera sobrenatural y sin estudio ni aprendizaje previo de ningún tipo.

Pero esto es discutible, pues no se puede concluir lo anterior de los pasajes citados y Pablo mismo da a entender en varias porciones de sus escritos la existencia de lenguas ininteligibles para cualquier grupo humano: “En realidad, nadie le entiende lo que dice, pues habla misterios por el Espíritu” (1 Corintios 14:2) a las que denomina “… lenguas… angelicales” en 1 Corintios 13:1, por contraste con las lenguas humanas. Y toda la argumentación de Pablo en 1 Corintios 14:1-19 presupone la existencia de estas lenguas ininteligibles que ni siquiera quien las habla es capaz de entenderlas. Valga decir que es precisamente por su carácter ininteligible que Pablo desestimula el hablar u orar en lenguas en la congregación, pero de cualquier modo, de esta misma porción bíblica de 1 Corintios 14 parece derivarse que su utilización en las devociones privadas por parte de quien recibe este don le reporta algún tipo de beneficio espiritual, si no para el entendimiento, si para el ánimo, la voluntad o la relación del creyente con Dios, enriqueciendo esta relación en algún sentido del todo indefinible, por lo que no se puede descartar ni como una manifestación siempre falsa y engañosa, ni tampoco como carente de todo provecho.

Podríamos, entonces, conjeturar que el orar en lenguas angelicales, aunque no traiga por sí mismo ningún provecho evidente al entendimiento del creyente, si trae algún tipo de provecho a la espiritualidad de quien así ora, poniéndolo en un contacto o comunión más estrecha con Dios e inspirándolo (de ahí su clasificación en los dones de inspiración) a confiar, perseverar y mantenerse fiel a Él. Con base en ello podemos aventurar una definición tentativa del don de lenguas como el don que faculta al creyente a conectarse con Dios de una manera más directa, espíritu a Espíritu, sin que en esta conexión medie el entendimiento, lo cual termina siendo al mismo tiempo, tanto su beneficio como su peligro. Beneficio, por cuanto, puede remover los obstáculos muchas veces gratuitos e injustificados que la racionalidad humana, apegada a lo que se puede percibir por medio de los sentidos, levanta a la fe. Y peligro, porque la razón y la conciencia humanas son de cualquier modo un filtro para detener y desechar influencias espirituales de origen incierto, engañosas y perniciosas.

Interpretación de lenguas. Como su nombre lo indica, la interpretación de lenguas consiste en el don sobrenatural por el que alguien es facultado por el Espíritu Santo para interpretar de manera inteligible ꟷya sea para brindar al entendimiento de los creyentes alguna revelación, conocimiento, profecía o enseñanzaꟷ un mensaje previo de Dios dado en lenguas ininteligibles, que es por cierto el caso en el que el orar o hablar en lenguas queda de sobra justificado como ejercicio congregacional, inspirando no sólo a quien recibe y transmite el mensaje en lenguas angelicales incomprensibles, sino también a quienes lo escuchan al poder ꟷa través de quien ejerce el don de interpretación de lenguas en la congregaciónꟷ comprender este mensaje de manera satisfactoria e inspiradora para todos.

Fe. La fe opera en todos los asuntos concernientes al cristianismo, desde la propia conversión (fe salvadora) en adelante. Pero en este caso la fe como don se refiere a esa fe que cree en Dios y en su poder, amor y misericordia focalizados de tal modo en una problemática particular que es capaz casi literalmente de mover montañas o remover obstáculos insalvables desde la perspectiva natural humana y, como tal, es el combustible de los milagros en lo que tiene que ver con el ser humano. En conexión con ella encontramos las sanidades. Las sanidades o dones para sanar enfermos no necesitan ninguna explicación particular a no ser el enfatizar que, en estos casos, el carácter milagroso del don tiene que ver con el hecho de que la enfermedad o enfermedades en cuestión son sanadas a través de medios o dinámicas que están más allá de los procesos naturales habituales que los seres vivos poseen para tratar con estas enfermedades y más allá, incluso, de las capacidades que la ciencia humana tiene para facilitar y propiciar estas sanidades. Ahora bien, debido a que en la realidad concreta es muy difícil separar y aún distinguir la frontera entre la influencia que en una sanidad determinada tienen los procesos naturales cotidianos de sanidad, de la influencia que procede de medios sobrenaturales excepcionales; es difícil en un significativo número de casos ꟷaunque no imposible, sobre todo en el caso de enfermedades terminales de pacientes desahuciados que entran en remisiónꟷ determinar si la sanidad es producto o no del ejercicio del don milagroso de sanidades. Pero como quiera que sea, por medios naturales o sobrenaturales indistintamente, la sanidad siempre puede ser atribuida a Dios en última instancia sin temor a equivocarnos.

Milagros. Finalmente, aunque todos los dones del Espíritu Santo son milagrosos en mayor o menor grado, siendo las sanidades las que ostentan de manera más evidente este carácter entre todos los ya mencionados; hay un don del Espíritu Santo llamado el don de milagros que hace referencia al poder para llevar a cabo actos en los que operan dinámicas que están, de manera manifiesta e indiscutible y no de manera ambigua como en el caso de las sanidades, más allá o por encima de las leyes naturales que operan habitualmente en el mundo.Podríamos mencionar aquí como ejemplo la ocasión en que el Señor Jesucristo calmó la tormenta en el Mar de Galilea o caminó sobre sus aguas. Pero el milagro por excelencia que ilustra este don es la resucitación de un muerto como las que están documentadas en los evangelios y en el libro de Hechos de los apóstoles.

Ahora bien, dado el énfasis que el pentecostalismo de hoy hace en el bautismo del Espíritu Santo entendido de la manera particular en que ellos lo formulan, como una experiencia posterior a la conversión que dota al creyente de poder; debemos hacer algunas puntualizaciones adicionales acerca de la doctrina del bautismo del Espíritu Santo y su relación con el ejercicio del don de lenguas y los demás dones del Espíritu Santo, pues éste es un tema discutido entre los exponentes de todas las posiciones aquí identificadas en relación con este asunto. En este particular es, por cierto, en donde radican algunas de las diferencias entre pentecostales, carismáticos y la llamada “nueva ola”. Tanto así que para simplificar la discusión algunos teólogos se refieren únicamente a pentecostales clásicos y neopentecostales en cuanto a las diferencias en su comprensión del bautismo del Espíritu Santo.

Sea como fuere y sin entrar de manera detallada en esta discusión, podemos decir que la evidencia bíblica, considerada metódicamente con la debida atención y seriedad, lleva a todas las posturas involucradas a estar de acuerdo en que no puede negarse que hay una diferencia conceptual entre la obra del Espíritu Santo en la regeneración o nuevo nacimiento del creyente y en el bautismo del Espíritu Santo.En lo que no están de acuerdo es en que haya necesariamente un intervalo de tiempo que deba transcurrir entre lo primero y lo último, como en efecto sucedió providencialmente en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Así, algunos argumentan que la secuencia descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles en relación con estos episodios ꟷen el que, con la excepción del centurión romano Cornelio y su familia, los que recibieron el Espíritu Santo y el consecuente don de lenguas ya eran con anterioridad creyentes en Cristoꟷ debe ser normativa y obligatoria para todas las épocas de la iglesia; mientras que otros niegan que esto sea necesario a la luz de la Biblia. Y las razones para esta negación quedan muy bien resumidas en la siguiente pregunta cuya respuesta se cae de su peso. ¿Era el propósito de Cristo la existencia de dos categorías de cristianos en la iglesia? Unos cristianos de primera clase regenerados y que tienen, además, el bautismo del Espíritu Santo y hablan, consecuentemente en lenguas, y otros de segunda clase que sólo experimentan la regeneración y nada más.

Profundizando en ello el teólogo R. C. Sproul nos dice lo siguiente: “Esta pregunta se complica aún más teniendo en cuenta la constatación de la historia de la Iglesia. Aunque algunos han hecho el mayor esfuerzo posible tratando de probar que a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido una corriente constante de hablar en lenguas y de otras pruebas de un bautismo en el Espíritu posterior, el testimonio abrumador de dicha historia revela la discontinuidad del hablar en lenguas como prueba del bautismo del Espíritu Santo”. Concluye esta reflexión con la siguiente observación contundente: “Hubo y hay, creyentes devotos cuyas vidas parecen ser modelos de centralidad en Dios, y, sin embargo, muchos (tal vez la mayoría) no hablaron en lenguas”.

Al admitir lo anterior (algo que no se puede cuestionar), tanto pentecostales como neopentecostales están admitiendo que no es la intención del relato del libro de los Hechos de los Apóstoles expresar mediante la narración en él contenida una experiencia cristiana normativa u obligatoria para todas las edades en cuanto a la necesidad de hablar en lenguas o ejercer los dones milagrosos del Espíritu Santo como prueba de que se ha recibido el bautismo del Espíritu Santo. Y también están admitiendo, por implicación, que no es cierto que el bautismo del Espíritu Santo deba ser siempre una experiencia posterior a la regeneración o nuevo nacimiento que acompaña a la conversión de la persona a Cristo por medio de la fe, a no ser que estén dispuestos a sostener a renglón seguido que muchos de los convertidos más devotos, reconocidos y admirados de la historia de la iglesia no recibieron el bautismo del Espíritu Santo.

Seguimos, pues, a Sproul cuando dice: “En ningún lugar enseña la Escritura explícitamente que el hablar en lenguas sea una señal necesaria del bautismo del Espíritu Santo o que debe haber un intervalo de tiempo entre la conversión y el bautismo del Espíritu. Estas ideas son inferencias [no válidas] extraídas de la narración”.Así, pues, como quiera que se entienda la doctrina del bautismo del Espíritu Santo y su presunta relación de causa con las lenguas y demás dones del Espíritu Santo, lo único cierto es que estos últimos no conceden por sí mismos a quienes hablan en lenguas o los ejercen una condición espiritual superior en ningún sentido a la de quienes no lo hacen, como si los primeros hubieran sido beneficiarios del bautismo del Espíritu Santo y los segundos no. Entre otras cosas porque no podemos olvidar que en relación con los dones del Espíritu Santo la Biblia dice que Él “… reparte a cada uno según él lo determina” (1 Corintios 12:11) y no según los méritos o el nivel de espiritualidad ostentado por quien recibe el don que, como lo demuestra la historia reciente del movimiento pentecostal, en un significativo número de casos deja mucho que desear.

Por último, hacer de la conversión y el bautismo en el Espíritu Santo experiencias separadas en el tiempo es borrar las diferencias en la acción del Espíritu Santo que se dan entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Baste recordar que en el Antiguo Testamento la acción del Espíritu Santo sobre los miembros de la nación judía era de carácter restringido y temporal, es decir que venía sobre personas seleccionadas para cumplir algún propósito particular en los planes de Dios y se retiraba una vez cumplido este propósito, mientras que en el Nuevo Testamento es de carácter absolutamente incluyente y permanente, es decir que, como lo anuncia el Señor Jesucristo al compararlas entre sí, en la dispensación del Antiguo Testamento que concluye con Cristo, el Espíritu Santo “… vive con ustedes…”, mientras que en la dispensación del Nuevo Testamento que inicia Cristo “estará en ustedes…” (Juan 14:17), sin discriminar a ningún creyente.

De su calificado y autoritativo análisis Sproul concluye: “El peso de la interpretación del significado de Pentecostés milita en contra de la comprensión neopentecostal del bautismo del Espíritu Santo. A todos los que el Espíritu Santo regenera, también los bautiza, los llena y los dota con poder para el ministerio… No hay testimonio alguno en Hechos de que algún creyente… no lograra recibir (o recibiera parcialmente) el Espíritu Santo prometido cuando este descendió… Lo normativo acerca de Pentecostés es que el Espíritu bautiza a todo el pueblo de Dios. El hecho de que hubiera un retraso en Hechos entre la conversión y el bautismo no establece este aspecto como norma”. Y ni siquiera se establece el don de lenguas como señal exclusiva de que se ha recibido este bautismo, pues: “queda claro que, en el tiempo en que se escribió 1 Corintios, el hablar en lenguas no se consideraba como un signo indispensable de haber recibido los dones carismáticos”.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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