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Conferencias

La fe y la razón

¿compatibles o irreconciliables?

Comencemos esta conferencia formulando una pregunta puntual: ¿Es necesaria la razón para la fe o es un estorbo, un obstáculo que debemos remover para poder creer, tal como Dios nos invita a hacerlo? ¿Puede afirmarse de manera categórica que a través de la razón no podemos saber nada concluyente acerca de Dios? Muchos creen que hay una oposición irreconciliable entre razón y fe, de modo que las personas racionales y razonables siempre menospreciarán la fe y no la entenderán, mientras que las personas de fe son gente crédula que rechaza los razonamientos por considerarlos amenazantes para su fe. De hecho, Martín Lutero decía que la razón es una “ramera”… pero bajo ciertas circunstancias particulares y no en todos los casos. Por eso, debemos ver qué dice la Biblia al respecto: “−‘Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente’ −le respondió Jesús−” (Mateo 22:37). La Biblia nos exhorta a amar a Dios con todo el corazón, por supuesto, es decir con todas nuestras fuerzas y nuestra voluntad. Pero también con la mente, es decir con el intelecto, con la razón. No por nada el apóstol Pedro nos requiere dar razón de nuestra fe ante todo aquel que nos pida “razones para la fe”: “Estén… preparados para responder a todo el que les pida razón de la esperanza que hay en ustedes.(1 Pedro 3:15). El cristiano debe, entonces, responder con razones. Y esto requiere, por supuesto, prepararse y estudiar para hacerlo, algo que no solo debería ser una posibilidad, sino una ineludible necesidad, comenzando porque la existencia de Dios es muy razonable, a despecho de los escépticos y ateos.

Todo lo que existe a nuestro alrededor, tal como lo vemos y experimentamos con nuestros sentidos, debidamente analizado con la razón, nos conduce a la existencia de Dios. Sin Dios no podemos explicarnos por qué existe lo que existe en la forma en que existe. Como lo dice el periodista de ciencia Fred Heeren: “Todo el universo es al parecer un milagro enorme e indescriptible”. La ciencia ha tenido que reconocerlo, así sea a regañadientes, como lo ilustra la siguiente honesta y candorosa confesión del astrónomo Robert Jastrow cuando dijo: “Para el científico que ha vivido con su fe en el poder de la razón, la historia acaba como una pesadilla. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a un tris de conquistar el pico más alto y cuando logra trepar por la roca final se encuentra con una cuadrilla de teólogos que llevan siglos allí sentados”. En últimas, la conclusión más racional parece ser entonces que la ciencia termina donde la Biblia comienza: “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). Ya el apóstol Pablo sentenciaba: “Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa” (Romanos 1:20). La relación razonable de causa y efecto entre Dios y el universo da lugar a los llamados “argumento cosmológico” y “argumento teleológico o del diseño” a favor de la existencia de Dios, dos de los cuatro argumentos clásicos de la apologética a favor de Dios.

Pero la razón también nos brinda a todos y cada uno de nosotros una información confidencial que hace de la fe en Dios algo muy razonable. Me refiero a nuestra inherente moralidad. Nuestra conciencia del bien y del mal. Un hecho universal donde quiera que exista un ser humano en uso pleno de sus facultades racionales. La misma Biblia da cuenta de esto: De hecho, cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por naturaleza lo que la ley exige, ellos son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley. Éstos muestran que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige, como lo atestigua su conciencia, pues sus propios pensamientos algunas veces los acusan y otras veces los excusan” (Romanos 2:14-15). Y Dios es la única explicación racional y razonable del origen de esta información confidencial que todos poseemos y con la que todos venimos al mundo. Esto es lo que se conoce como el “argumento antropológico o moral” a favor de la existencia de Dios.

Un argumento que, unido a los dos anteriores, y en especial a algunos aspectos puntuales de ellos como el llamado “ajuste fino” del universo y el “principio antrópico” que no tengo el tiempo de desarrollar en esta conferencia de carácter más general, nos lleva también a la conclusión razonable de que si Dios se tomó tanto trabajo e hizo toda esta serie de arreglos especiales para que cada uno de nosotros pudiera vivir y experimentar este idóneo mundo físico de la mejor manera, entonces puede también decirnos con todo el peso de la evidencia, la lógica, la razón y el sentido común de su lado: “… por qué se preocupan…?… no se preocupen diciendo: ‘¿Qué comeremos?’ o ‘¿Qué beberemos?’ o ‘¿Con qué nos vestiremos?’ Porque… el Padre celestial sabe que ustedes… necesitan [todas estas cosas] (Mateo 6:28-32), aunque en muchos casos nos cueste creerle. Los creyentes debemos recordar que las leyes naturales que rigen el mundo y las leyes que rigen nuestra conciencia son leyes racionales que fueron diseñadas originalmente por Dios para nuestro beneficio de tal modo que ni siquiera el pecado ha podido malograrlas para que dejen de funcionar tal como fueron diseñadas para hacerlo.

La razón también cumple un papel importante a la hora de evaluar los resultados concretos de la fe cristiana en la vida que comienzan a experimentar a partir de su conversión los creyentes en Cristo, respondiendo a preguntas como éstas: ¿la fe en Cristo mejora o empeora las vidas de las personas que la profesan? O dicho de otro modo ¿qué sucede cuando contrastamos la calidad de vida de los que divulgan cosmovisiones e ideologías alternas y opuestas al cristianismo con la calidad de vida de los auténticos creyentes? ¿quién sale mejor librado a la luz de la razón? No por nada uno de los criterios más racionales y bíblicos para descubrir y conocer los motivos ocultos de aquellos que predican un modelo de vida o una visión del mundo determinada, han sido siempre los frutos concretos que pueden observarse en su vida cotidiana. “Por sus frutos los conocerán”. Es decir: ¿viven lo que predican?, ¿el estilo de vida que viven y promueven trae beneficios sostenidos al género humano y progreso y prosperidad? ¿Eleva nuestra calidad de vida? ¿Dignifica la condición humana?

Porque cuando aplicamos este criterio eminentemente racional a doctrinas rabiosamente opuestas al cristianismo tales como la doctrina del superhombre de Friedrich Nietzsche, o la dictadura del proletariado de Carlos Marx o la sexualidad como factor determinante de la conducta humana de Sigmund Freud, todas ellas han mostrado no ser congruentes con la realidad, y su realización en la historia fracasó estruendosamente. Nietzsche fue puesto a prueba por el nazismo alemán. Marx por el comunismo soviético y Freud por el amor libre inaugurado en los años 60 del siglo XX. Y las tres terminaron “pelando el cobre” y mostrando su inconveniencia e incapacidad para mejorar la calidad de vida del individuo y de la humanidad. No pienso que haya dudas razonables sobre el fracaso del nazismo poniendo a prueba a Nietzsche o del comunismo poniendo a prueba a Marx. Tal vez no sea tan claro con Freud. Por eso, creo necesario señalar que la actual promiscuidad sexual generalizada, la misma que pasa por flagelos sociales tan reconocidos como el adulterio, la fornicación tan común a nuestros jóvenes, la pornografía, las madres solteras, los divorcios, el aborto, el homosexualismo, el sida y las enfermedades venéreas, para mencionar sólo las más visibles, son consecuencias directas del libertinaje sexual promovido en buena medida por las ideas de Freud. Y esa es una conclusión eminentemente racional.

Aun la ciencia está confirmando estas conclusiones, como nos lo informa escuetamente Patrick Glynn: “… las investigaciones modernas en psicología dejan claro que la vida sin límites morales no vale la pena ser vivida. La gran ironía es esta: aún si sus creencias eran ilusiones probadas, las personas con fe religiosa llevaban vidas más felices y saludables, tal como lo demuestran numerosos estudios”. Es decir que, finalmente, la ciencia está confirmando mediante estudios concluyentes que la creencia en Dios y la conducta que le sigue nos ayudan a vivir una vida más plena, saludable y equilibrada aquí, en este mundo, muy por encima de la calidad de vida de los que viven como si Dios no existiera. Phyllis McIntosh complementa diciendo que: “…los beneficios de la fe se han vuelto objeto de investigación científica. ‘No hay manera de probar científicamente que Dios cura; lo que si me parece susceptible de demostración es que creer en él tiene efectos benéficos… Es casi indudable que la fe y las prácticas religiosas saludables contribuyen a la mejoría de los enfermos”.

La razón también es estrictamente necesaria para ejercer una saludable y necesaria autocrítica al interior de la iglesia como la que nos ordena la Biblia cuando nos exhorta a examinarnos a nosotros mismos, para no dar pie a que otros lo hagan y nos señalen lo que nosotros no queremos ver. En este orden de ideas, Martín Lutero dijo alguna vez algo muy duro, pero cierto: “A veces las maldiciones de los impíos le suenan a Dios mejor que los aleluyas de los piadosos”. La iglesia no puede, pues, darse el lujo de prescindir de su capacidad de autocrítica. No puede renunciar a esta racionalidad crítica hacia sí misma. Cuando Israel lo hacía, Dios levantaba a los profetas para que fueran una “piedra en el zapato” del pueblo, desde los reyes y sacerdotes hasta el pueblo raso. Y cuando no escuchaban a los profetas Dios utilizaba a las naciones paganas para ejecutar sus juicios sobre Israel, generando desconcierto aún entre los profetas. Esto no es más que tener en cuenta con toda la seriedad del caso la instrucción evangélica de mirar la viga en nuestro propio ojo antes de pretender sacar la paja del ojo ajeno.

Porque si hemos de juzgar las creencias, las prácticas y la mayor o menor coherencia entre ellas que caracteriza a los seguidores de otros credos o cosmovisiones, es necesario que hagamos primero lo mismo con nuestras propias creencias y conductas. La autocrítica es, pues, la única manera legítima de fomentar la humildad propia de un espíritu tolerante al interior de cada religión. Porque si bien no podemos renunciar a nuestras creencias cristianas en favor de las de los otros, si podemos estar verificando que tan cristianos somos en realidad, pues no siempre los cristianos lo somos tanto y, providencialmente, es en la confrontación con las creencias de otros cuando podemos llegar a adquirir conciencia de ello y aprovechar la oportunidad para hacer los ajustes que nuestro cristianismo requiera a la luz del criterio bíblico que dice: “Examínense para ver si están en la fe; pruébense a sí mismos…” (1 Corintios 13:5). Los cristianos debemos recurrir a la razón para ser “escépticos saludables”. Fred Heeren definía así este escepticismo: “si a un escéptico lo definimos como aquella persona que examina cada creencia en vez de dejar a otros que piensen [por él], tenemos un escepticismo sano que se aviene tanto con la ciencia como con la Biblia”. En efecto, la Biblia fomenta en el creyente el ejercicio de un saludable escepticismo, −incluyendo la capacidad de examinarse de manera autocrítica−, que sirva de salvaguarda para no convertir la sana y auténtica fe en credulidad supersticiosa e irracional. Porque no es credulidad lo que Dios requiere, sino una fe razonada, con convicciones firmes.

La Biblia elogia la nobleza escéptica de los judíos de Berea, que no impidió, sin embargo, que muchos de ellos creyeran:“Éstos eran de sentimientos más nobles que los de Tesalónica, de modo que recibieron el mensaje con toda avidez y todos los días examinaban las Escrituras para ver si era verdad lo que se les anunciaba. Muchos de los judíos creyeron, y también un buen número de griegos, incluso mujeres distinguidas y no pocos hombres” (Hechos 17:11-12). En vista de lo anterior, nadie puede negar la concluyente afirmación de Fred Heeren: “Las personas que leen la Biblia no tienen excusa si son embaucados por aquellos líderes de cultos y curanderos que nunca han aliviado a nadie de nada, salvo de su dinero”.Martín Lutero, de nuevo, es un ejemplo a seguir a este respecto. Cuando fue confrontado por sus autoridades en la Dieta de Worms, conminándolo a que se retractará de sus escritos, respondió: “A menos que sea convencido por la Escritura o por la simple razón no acepto la autoridad de los papas y de los concilios…  Mi conciencia está cautiva de la Palabra de Dios. No puedo… retractarme de nada, porque ir en contra de la conciencia no es ni correcto ni seguro… Dios me ayude”. El mejor y el más breve lema para ejercer la autocrítica en el marco del espíritu profético en la iglesia nos lo da el apóstol Pablo con estas sencillas palabras: sométanlo todo a prueba, aférrense a lo bueno” (1 Tesalonicenses 5.21).

Hemos hecho hasta ahora una valoración positiva y conciliatoria del papel de la razón en el marco de la fe cristiana, tanto para justificar racionalmente la creencia en la existencia de Dios, como para evaluar y contrastar objetivamente los resultados de la fe en la vida del creyente y en la sociedad en general y, finalmente, para poder ejercer una sana y necesaria autocrítica que no permita que la fe auténtica degenere en simple y llana credulidad. Pero la fe va siempre más allá de la razón y la supera, sin contradecirla. Porque la razón no alcanza para explicar un significativo número de hechos de la experiencia humana. Si no aceptamos sino sólo aquellos hechos que pueden ser explicados cabalmente por la razón, nos estamos perdiendo de lo mejor de la vida.

Enfoquémonos en uno de los hechos con los que la razón tiene más dificultad. Los milagros. Ahora bien, la sensatez nos lleva a coincidir con Martín Lutero cuando dijo, de manera muy razonable que: “Dios no hará milagro alguno, mientras el asunto pueda resolverse mediante otros bienes otorgados por él”. Algo que deberíamos tener en cuenta ante el milagrerismo supersticioso y mágico que se da en el seno de muchas iglesias en la actualidad que, por decirlo de alguna manera, abusan del recurso. Porque ciertamente, el milagro no es el recurso fácil para eludir las soluciones naturales que Dios también ha implementado en la iglesia y en el mundo para resolver los problemas humanos, sino el recurso extremo por el cual lo sobrenatural perdura aun cuando lo natural se agote, subordinado siempre a la soberana voluntad divina. Pero hecha esta salvedad, hay que decir que sea como fuere, el milagro tiene y siempre debe tener un indisputado lugar en la fe y en la vida cristiana. Lugar que la razón y la ciencia se resisten a reconocerle, mostrando así las limitaciones e insuficiencia de ambas.

Estas limitaciones e insuficiencias de la razón la llevan a una encrucijada que Charles Colson señalaba de este modo: “Hay circunstancias en que es más racional aceptar una explicación sobrenatural y es irracional ofrecer una explicación natural”. Así es. En la modernidad el racionalismo (que no es otra cosa que la tiranía de la razón) y las ciencias naturales se aliaron para proclamar dogmáticamente falsas ecuaciones de correspondencia, tal como la creencia en que toda explicación natural es siempre racional, y por lo tanto aceptable, mientras que toda explicación sobrenatural es siempre irracional, y por lo tanto inaceptable. Pero a raíz del avance de la ciencia y los callejones sin salida a los que está llegando de la mano de la teoría del “Big Bang”, el descubrimiento y desarrollo de la biología molecular que llevó, a su vez, al descubrimiento del ADN, a la decodificación del genoma humano y a poder estudiar esa “caja negra” que fue la célula hasta ya entrado el siglo XX; la ciencia está viéndose empujada a reconocer insistir en explicaciones naturalistas para esclarecer misterios tales como que el origen del universo, el origen de la vida y el origen del ser humano, desemboca en necia y fantasiosa irracionalidad; mientras que referir estos misterios a un Dios Creador, sobrenatural, sabio y poderoso, aunque no sea científico, es no obstante la explicación más racional a los dilemas planteados por la ciencia actual. Porque irónicamente, de insistir en su pretensión de explicarlo todo sin referencia a Dios y a lo sobrenatural, la razón termina extraviada sin remedio en el laberinto de la irracionalidad a la que pretende combatir. Como quien dice, la razón termina siendo víctima de su propio invento. Y eso nos lleva a nuestro siguiente punto.

Este punto es lo que yo llamo “el extravío de la razón” que se refiere al hecho de que, cuando la razón no reconoce sus límites y no sabe detenerse donde debe detenerse, sino que pretende poder explicarlo todo contra viento y marea, termina entonces extraviada por completo y, por lo mismo, extraviando a sus confiados cultivadores. Incluso a los teólogos. Y es que, debido a que la teología es la interpretación racional de la fe, también es susceptible de extraviarse cuando la razón se extravía. Es aquí cuando a la razón le queda bien el calificativo de “ramera” que le aplicó Martín Lutero. En efecto, un buen número de teólogos se ha dejado extraviar de la fe por querer honrar más a la razón que a Dios y a las Sagradas Escrituras. El teólogo Hans Küng dijo que: “Teología y ateísmo están muy cerca una de otro. Y si hay ateos que se han vuelto teólogos, también hay teólogos que se han vuelto ateos”. Tenía razón entonces ese colombiano ilustre que fue Nicolás Gómez Dávila al sentenciar que: “El problema religioso se agrava cada día, porque los fieles no son teólogos y los teólogos no son fieles”. Pero esto es tema de otra conferencia completa dedicada a la teología liberal, que es la que representa hoy este extravío de la razón.

Y, por supuesto, la razón también extravía a los científicos. La ciencia siempre ha trabajado y se ha desarrollado bajo la convicción de que no hay efectos sin causa. Y la razón de ser de la ciencia es poder investigar, descubrir y explicar sistemáticamente por medio de leyes el funcionamiento de todas las causas y sus correspondientes efectos en el universo. Pero esta no es una labor sencilla cuyo éxito esté garantizado. Por el contrario, es una labor en que se pueden cometer equivocaciones garrafales. La mejor manera de ilustrarlo es la anécdota contada por Juan José Millas en relación con la caída que sufrió su abuela, cuyo diagnóstico fue fractura del cuello del fémur. Por supuesto, él razonó de inmediato, −como lo habría hecho cualquiera de nosotros−, que su abuela se había fracturado el cuello del fémur a causa de la caída que sufrió. Pero el diagnóstico en este caso fue que ella se había caído a causa de la fractura del cuello del fémur que había experimentado antes de caerse. A raíz de este episodio Juan José Millás concluyó filosóficamente con esta frase: “Las relaciones causa/efecto son engañosas… la vida diaria está llena de pequeños acontecimientos cuyos efectos se confunden con sus causas”. Y en relación con los asuntos de fe, la ciencia, guiada por la razón extraviada, tiene la tendencia a establecer relaciones de causa/efecto engañosas. A confundir los efectos con las causas.

La llamada “neuroteología”, por ejemplo. Una ciencia reciente que estudia los efectos de las experiencias religiosas en el cerebro, demostrando que poseemos mecanismos biológicos y fisiológicos que hacen posible este tipo de experiencias. Más exactamente, que poseemos “circuitos cerebrales”, −para utilizar la misma terminología científica−, que hacen posible esta experiencia. Pero la conclusión que los científicos sacan de este hecho es que el cerebro humano está facultado para crear por sí mismo experiencias o sentimientos religiosos, desechando la posibilidad igualmente razonable de que Dios mismo haya dotado al ser humano, de “circuitos cerebrales” que le permiten experimentar la realidad divina. ¿Por qué no? Las dos conclusiones son igualmente plausibles y razonables. ¿Con base en qué la ciencia acepta la primera de estas conclusiones y desecha la última? Con base en sus prejuicios. La ciencia, guiada por una razón extraviada y sesgada, también tiene la tendencia a creer sólo lo que quiere creer. Y al hacerlo confunde los efectos con las causas. La causa es Dios, el efecto: los circuitos cerebrales que nos permiten tener una experiencia religiosa. Pero la ciencia, extraviada por la razón, nos dice que la causa son los circuitos cerebrales que nos permiten tener una experiencia religiosa y el efecto es Dios. Salta a la vista porque ellos prefieren esta última conclusión. Porque en la primera conclusión habría que reconocer que Dios es real, mientras que en la segunda sería únicamente una invención del ser humano. ¿No es esto jugar con las cartas marcadas?

Un segundo ejemplo, similar al anterior, tiene que ver con los descubrimientos que la ciencia ha hecho al estudiar el cerebro de criminales redomados para tratar de descubrir si existe una predisposición fisiológica que los lleve a comportarse de la manera en que lo hacen. Algo parecido se ha hecho también con los homosexuales, sin éxito, para tratar de descubrir el presunto “gen homosexual”. Y parece que por lo menos en el primero de estos casos si pudo descubrirse alguna leve pero significativa condición cerebral común a todos los criminales aparentemente ausente en la gente normal que, supuestamente, explicaría su comportamiento criminal. Las primeras conclusiones fueron, entonces, que los criminales se comportaban como tales, a causa de esta particular condición cerebral. De nuevo, la razón extraviada confunde los efectos con las causas. Porque ¿no podría ser lo contrario? ¿Que todos ellos ostentaran esa particular condición cerebral a causa de su comportamiento criminal previo?

Posteriormente se llegó a la conclusión de que no podía ser como yo lo sugiero, pues esta condición cerebral es congénita, es decir heredada, así que no la podrían haber adquirido en el curso de su vida sino que nacieron con ella. La obtuvieron de sus propios padres. Vale. ¿Significa entonces que ellos no son culpables de sus actos criminales? ¿Qué estaban determinados por sus genes a ser criminales sin ninguna otra posibilidad y no pueden, por tanto, ser inculpados? ¿Justificaría esta condición congénita sus crímenes exculpándolos de ellos? No lo creo. Porque aun concediendo que tuvieran esta predisposición congénita al crimen, no por eso tenían que convertirse necesariamente en criminales. Porque de seguro los padres que les heredaron esta condición no fueron todos ellos criminales. Y tampoco está probado que todos los seres humanos que tienen también esta condición sean criminales.

La ciencia evolucionista quiere hacernos creer, en contra de lo dicho por Dios en su Palabra, que no somos realmente responsables por nuestros actos. Que no podemos elegir y responder por nuestras elecciones en ejercicio de nuestro albedrío y nuestra consecuente responsabilidad. Que son los genes, el medio ambiente o el cerebro, o todos juntos. Y que si lastimamos y agredimos injustamente a los demás eso es la simple “ley de la vida” operando por medio de “la selección natural” y “la supervivencia de los más fuertes” en el marco de la evolución en la que estamos inmersos y a la que no podemos escapar. Aunque no lo crean, hay planteamientos supuestamente científicos que sostienen esto. Busquen en Internet entradas como “darwinismo social” y “sociobiología” y podrán comprobarlo por ustedes mismos. En cierta oportunidad leía apartes de un libro titulado El Cerebro Ético que subtitulaba uno de sus capítulos con la siguiente frase: “La culpa la tuvo el cerebro”. Y la expresión me hizo sonreír porque me recordó una anécdota que viví con mi hijo Mateo cuando tenía cinco años y casi de manera mecánica insistía en hurgarse la nariz con el dedo, −no sé con qué intención−, a pesar de que su madre lo había reprendido muchas veces por este motivo.

En una de las oportunidades en que mi esposa lo sorprendió una vez más haciéndolo y, exasperada, lo estaba reprendiendo con severidad para que dejara de hacerlo, él con cara de impotencia y mirada de cordero degollado lo único que atino a decir con una espontaneidad que nos desarmó por completo fue: “¡Yo trato mami, pero el cerebro me dice otra cosa!”. En ese momento entendí dos cosas: Primero, que la lucha entre el pecado y la virtud en nuestro interior comienza en la temprana infancia en nuestra vida. Y segundo, que también desde la temprana infancia nos damos mañas para echarle la culpa a un tercero, en este caso “el cerebro”. Por eso debo estar de acuerdo con la conclusión a la que llegó la revista Newsweek cuando abordó estos temas en un artículo hace algún tiempo: “El peligro de tratar de explicar el mal es que… la explicación se convierte en disculpa y la voluntad se nubla. Entenderlo todo no debería significar que se perdona todo”.

El tercero y último ejemplo tiene que ver con la teología que se contagia de los resabios de la ciencia, extraviada a su vez por la razón. Así, pues, un buen número de teólogos cristianos liberales, influenciados por el naturalismo y el evolucionismo ateo que dominó a la ciencia durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX, comenzaron a cuestionar en la Biblia todo relato que se opusiera a cualquiera de los dos. En consecuencia, rechazaron todo relato sobrenatural o milagroso en las Escrituras. Todos episodios milagrosos terminaron calificándolo como “mitos”, sin ningún valor histórico, intimidando a los cristianos que dejaron de defender la realidad de estos episodios y la misma veracidad del relato bíblico. Y al hacerlo así terminaron extraviados junto con la razón y la ciencia, hasta que a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX una nueva ciencia hizo aparición alcanzando su mayoría de edad y dándole un respaldo científico a los relatos de la Biblia. Me refiero a la arqueología. Jesucristo había respondido así en domingo de ramos a los que querían hacer callar a quienes lo aclamaban: “Les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras” (Lucas 19:40). Y este anuncio se cumplió con la entrada en escena de la arqueología.

Los teólogos liberales y los cristianos en general se habían quedado callados y ya no defendían ni los milagros ni la veracidad de los relatos bíblicos y fue entonces cuando las piedras, o más exactamente, las inscripciones antiguas talladas en piedra descubiertas por la arqueología, comenzaron a gritar. Ante el silencio y las dudas de la misma iglesia fue la arqueología la llamada a reivindicar la veracidad histórica de las narraciones bíblicas. Fue tanto así, que el decano de los arqueólogos del siglo XX, el Dr. William F. Albright, declaró con toda la autoridad y el conocimiento de causa que: “No hay duda de que la arqueología ha confirmado la historicidad sustancial de la tradición del Antiguo Testamento”. Y si los detalles históricos que se pueden comprobar por medio de la arqueología han demostrado ser ciertos en la Biblia, ¿por qué ponemos entonces en duda sistemáticamente la veracidad de lo que la ciencia no puede comprobar, como los relatos milagrosos o los relatos de los orígenes contenidos en ella? ¿Simplemente porque no encajan en nuestros esquemas preconcebidos? ¿No es esto, de nuevo, jugar con las cartas marcadas? Al fin y al cabo, los historiadores profesionales afirman que es imposible establecer una mentira en medio de una historia bien conocida.Por eso, si el relato bíblico es hoy por hoy una historia bien conocida y confirmada por la arqueología, ¿por qué vamos a creer que lo que aún no se ha podido confirmar tiene que ser mentira? ¿No es esto un ejemplo más del extravío de la razón?

Por todo lo anterior, tal vez sea hora de aceptar aquel aforismo profético atribuido a Louis Pasteur cuando dijo que: “Un poco de ciencia aleja de Dios. Mucha ciencia acerca a Dios”.Porque ¿no será que la ciencia que renegó de Dios de manera temprana, tan pronto se sintió lo suficientemente fuerte para hacerlo de manera arrogante, está teniendo ahora que comenzar a reconocerlo de nuevo con renovada humildad? Dicho sea de paso, valdría la pena recordar lo que los científicos de la actualidad han olvidado de manera muy conveniente. Me refiero a que es un hecho establecido que el impulso y los logros de la ciencia moderna se deben a una pléyade de devotos creyentes cristianos cuya fe y conocimiento de la Biblia los impulsó a buscar sistemáticamente la revelación del orden de Dios en la naturaleza y en el universo en general, con la convicción de que el orden de Dios no sólo se reflejaría en el establecimiento de las leyes morales para la humanidad, sino también en el establecimiento de leyes naturales que deberían regir el funcionamiento de todo el mundo material, leyes a cuya búsqueda estos primeros científicos cristianos se dedicaron con pasión religiosa y en cuyos logros se apoyan hoy, les guste o no, esos científicos agnósticos y ateos que edifican sobre el fundamento de los primeros. Reconocimiento y gratitud que les permitiría recobrar la humildad que caracteriza al verdaderamente sabio, como lo sostiene Julio J. Vertiz: “El sabio moderno ha vuelto a encontrar el sentido de la humildad… puede agachar la cabeza y entrar en el templo de la fe”

La razón debe, por tanto, ser humilde y ponerle freno a la imaginación desbordada. Porque la imaginación es una facultad humana invaluable que, como todo lo humano, puede ser utilizada para bien o para mal. En la niñez es un recurso lúdico legítimo y necesario para el sano desarrollo del individuo. Y en la edad adulta, al servicio de la razón y unida a la curiosidad por desentrañar los misterios del universo, es una de las fuentes más fecundas del ingenio, la creatividad y la recursividad del hombre en la resolución de problemas, impulsando el avance de la ciencia y las consecuentes aplicaciones benéficas de la tecnología a la vida cotidiana de todas las personas. Sin embargo, con frecuencia la imaginación, aliada con la razón extraviada, se sale de curso y se desborda en direcciones que llegan a ser destructivas para quien la ejercita, siendo especialmente fértil a la hora de elaborar y erigir ídolos en oposición al Dios vivo y verdadero revelado en la Biblia y en Jesucristo, como lo denuncia el apóstol Pablo en el  primer capítulo de la epístola a los Romanos: “A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón. Aunque afirmaban ser sabios, se volvieron necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes que eran réplicas del hombre mortal, de las aves, de los cuadrúpedos y de los reptiles… Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados antes que al Creador, quien es bendito por siempre. Amén”. (Romanos 1:21-25).

En vista de lo anterior, se comprende también por qué Fred Heeren, al cuestionar las descabelladamente imaginativas teorías científicas sobre el origen del universo que hacen innecesario a Dios, −supuestamente basadas en la física cuántica−, dijera con cierta resignada frustración que: “Mientras la gente posea imaginación tendrá siempre alternativas a Dios…”.En efecto, la naturaleza humana caída utiliza todo su ingenio e imaginación para sacarle el cuerpo a Dios, sin considerar que al fin de cuentas, en lo que tiene que ver con Dios, podremos correr, pero nunca escondernos. Y es que concebir al Dios verdadero excederá siempre, de lejos, nuestra más excelsa imaginación, pues: “¿Con quién compararán a Dios? ¿Con qué imagen lo representarán?” (Isaías 40:18) requiriendo, entonces, que Él mismo se revele, como lo ha hecho en Jesucristo. Porque, en síntesis, el recto ejercicio de la razón no excluye a la revelación, sino que más bien la invoca y la hace necesaria, como lo declarara Víctor Dechamps: “La razón es… la que invoca la revelación; y la razón se dirige a la revelación”. Por eso, si queremos comprender más cabalmente este mundo en el que nos encontramos tenemos que mantenerlo abierto al Dios que se encuentra más allá de él y tomarlo en consideración con toda la seriedad del caso, pues el mundo mismo exige esa apertura y la invoca permanentemente, ya que la razón bien ejercida refuerza y complementa la fe, pero la fe, por su misma naturaleza, siempre excederá a la razón, pues implica confiar en Dios incluso cuando nuestra razón sea incapaz de entender y explicar cabalmente por qué debemos hacerlo. Y concluyo aquí.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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