La actitud es la situación de ánimo de alguien con respecto a sus circunstancias. En últimas, la actitud sólo puede ser de dos tipos: buena actitud cuando la persona elige sobreponerse a sus circunstancias no permitiendo que éstas sean las que determinen de manera absoluta sus actos, su dignidad y su destino; o mala actitud cuando se rinde a ellas y deja que sean éstas las que moldeen por completo su vida y sus reacciones, degradando su inherente condición humana. La disposición o actitud básica y original del hombre es buena y proviene de su naturaleza espiritual esencial: “… El espíritu está dispuesto…”, pero infortunadamente, debido a la caída, en la existencia concreta esta disposición básica del hombre termina rindiéndose a las inclinaciones de su naturaleza pecaminosa y a lo que le imponen las circunstancias en el mundo: “… pero el cuerpo es débil” (Mt. 26:41; Mr. 14:38). Paradójicamente, es justo cuando somos sometidos a situaciones extremas en las cuales las circunstancias nos son notoria y abiertamente adversas, cuando descubrimos en el fondo de nuestro ser nuestra original disposición o “vocación” espiritual que se resiste a rendirse a las condiciones degradantes, indignas y decadentes de nuestro entorno, siendo el cristianismo el mejor y más eficaz estímulo al respecto, pues: “Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos;ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad”(Efesios 4:22-24)
Renovando nuestra actitud
“No podemos controlar todas nuestras circunstancias, pero siempre podemos controlar la actitud que vamos a asumir ante ellas”
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