La verdadera autoridad se reconoce, y la obediencia a ella se ofrece de buena gana, sin que tenga que ser demandada o impuesta por la fuerza por la autoridad en cuestión. De hecho, la expresión “autoridad moral” hace referencia a quien, mediante su ejemplo de vida se convierte en alguien digno de imitar y obedecer, aunque no cuente con el recurso a la fuerza para obtener la obediencia de sus subordinados, que más que tales, son en realidad seguidores y discípulos. El Señor Jesucristo es el ejemplo final y culminante al respecto, pero insignes discípulos suyos como el apóstol Pablo también exhibieron este tipo de autoridad, que fue reconocida por quienes fueron designados por el Señor como apóstoles antes que él y tenían a su favor el haberlo acompañado durante sus tres años de ministerio público, no obstante lo cual cuando Pablo ─que carecía de este mismo conocimiento directo del Señor─ se reunió con ellos, recibió de ellos el reconocimiento debido, como él mismo nos lo informa: “… me reuní en privado con los que eran reconocidos como dirigentes, y les expliqué el evangelio que predico entre los gentiles, para que todo mi esfuerzo no fuera en vano… En cuanto a los que eran reconocidos como personas importantes… no me impusieron nada nuevo. Al contrario, reconocieron que a mí se me había encomendado predicar el evangelio a los gentiles, de la misma manera que se le había encomendado a Pedro predicarlo a los judíos… En efecto, Jacobo, Pedro y Juan, que eran considerados columnas, al reconocer la gracia que yo había recibido, nos dieron la mano a Bernabé y a mí en señal de compañerismo…” (Gálatas 2:2, 6-9)
Reconociendo la autoridad
“Quien realmente ostenta autoridad no tiene que andar anunciándolo, sino que todos a su alrededor lo reconocen naturalmente”
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