En su sentido etimológico de “ejercitar”, el ascetismo es compatible con la práctica cristiana, entendida como la disciplina mediante la que nos ejercitamos contra el desafío siempre latente de los ídolos que amenazan con desviarnos de la auténtica piedad y hacernos perder el enfoque que debemos mantener en Cristo, conduciéndonos a las prácticas pecaminosas que debemos combatir en nuestras vidas. Pero el ascetismo extremo como sistema de vida es contrario al cristianismo y más propio de los sistemas dualistas que veían una oposición irreconciliable entre materia y espíritu, y optaban así por castigar el cuerpo para liberar el espíritu. Esta forma de ascetismo se ha generalizado a través de los practicantes del legalismo, que al cultivarlo en sí mismos terminan imponiéndolo a la fuerza a los demás, dado que, como lo dijo Alfonso Ropero: “Al rigor del asceta para consigo mismo, corresponde el rigor del inquisidor para con los demás… a veces en la misma persona”, a lo cual C. S. Lewis añade que: “De todas las tiranías, tal vez la más opresiva sea la que se ejerce con sinceridad por el bien de sus víctimas… quienes nos atormentan en nombre de nuestro bien seguirán haciéndolo sin fin, porque lo hacen con el consentimiento de su propia conciencia”. Por eso Pablo denunció el legalismo con estas palabras: “El problema era que algunos falsos hermanos se habían infiltrado entre nosotros para coartar la libertad que tenemos en Cristo Jesús a fin de esclavizarnos. Ni por un momento accedimos a someternos a ellos, pues queríamos que se preservara entre ustedes la integridad del evangelio” (Gálatas 2:4-5)
El ascético legalismo
“El problema con el legalista no es el legalismo que practica en su propia vida, sino su obsesión por imponérselo a los demás”
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