Decía Andrew Murray que: “El orgullo se puede revestir de ropajes de alabanza o de penitencia”. Ciertamente, en la iglesia la presunta devoción a Dios puede dar lugar a actos públicos de penitencia aparatosos, afectados e hipócritas. En efecto, hay creyentes que ceden al engaño de revestir su orgullo con vestiduras de piedad aparente, pero falsa. Así, encontramos cristianos que se autoflagelan -en ocasiones de manera literal- para exhibir después orgullosos las marcas del látigo como señal de piedad superior. Los fariseos, por ejemplo, distorsionaban la práctica del ayuno, haciendo de él casi sistemáticamente una expresión de tristeza, duelo y abatimiento mediante prácticas aparatosas y ostentosas en las que se rasgaban las vestiduras y se vestían de luto, arrojándose al piso y esparciendo puñados de tierra y ceniza en la cabeza a la vez que emitían lamentos a viva voz, circunstancias que propiciaban la hipocresía en su práctica, y daban lugar a su vez a un condenable orgullo encubierto. Un orgullo que termina así manchando hasta las mejores expresiones de piedad y devoción del creyente y que justifican la instrucción del Señor de practicarlas en secreto y de manera callada para restarle fuerza a la tentación del orgullo que acecha a la piedad, sin exhibirlas como heroicos logros personales más allá del cumplimiento del deber que obliga a todos los creyentes sin excepción. Ya lo dijo el profeta: “Rásguense el corazón y no las vestiduras. Vuélvanse al Señor su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, cambia de parecer y no castiga” (Joel 2:13)
Rasgando el corazón y no las vestiduras
“Volverse a Dios no es un acto externo de ostentoso y superficial dramatismo, sino un acto interno de humilde y resuelta rendición”
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