Todos poseemos un innato anhelo de gloria. Muchos creen poder alcanzarla sobresaliendo en el deporte competitivo, en la política, en el mundo del espectáculo o en el ámbito académico o profesional. Pero, sin ser en sí mismo censurable, desde la perspectiva de Dios todo esto por sí solo no es más que “la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16 RVR). Es decir, una gloria vana, puesto que la verdadera gloria solo puede alcanzarse en Dios, que es Quien la ostenta en sí mismo y la define en grado superlativo y por derecho propio. Entre otros, porque la Gloria de Dios no se compara con nada de este mundo, de donde todo lo terrenal es tan solo paja sin peso llevada por el viento y cuyo destino final es ser estopa para el fuego. No es casual que, para referirse al destino de los malvados, la Biblia declare que: “En cambio, los malvados son como paja arrastrada por el viento” (Salmo 1:4). De hecho, la palabra “gloria” proviene del hebreo “chabod” que significa literalmente algo sustancial o pesado. Por eso, todo el que se conforme con alcanzar la vanagloria de la vida se sorprenderá cuando al final Dios lo ponga en su balanza y anuncie el resultado en estos lapidarios términos: “… ha sido puesto en la balanza, y no pesa lo que debería pesar” (Daniel 5:27), como se le anunció sentenciosamente en su momento a través de la escritura en la pared, al pagano rey del imperio Babilónico, Belsasar, justo cuando se encontraba haciendo desafiante ostentación de su vanagloria, dando un gran banquete a mil miembros de la nobleza, profanando para ello los utensilios sagrados del templo de Dios.
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