Para que nos demos cuenta de que no somos indispensables, basta hacernos a un lado para observar cómo alguien ocupa de inmediato nuestro lugar. En efecto, siempre habrá alguien que, mal que bien, pueda reemplazarnos cuando dejamos vacante el lugar que ocupábamos, de modo que las cosas no se paralicen o derrumben por nuestra ausencia. Esta circunstancia es un eficaz tratamiento contra el orgullo que nos acecha y nos lleva a tener de nosotros un más alto concepto del que deberíamos tener. Pero para no irnos al extremo opuesto de la baja autoestima y el menosprecio hacia nosotros mismos, también hay que decir todos somos insustituibles y necesarios, pues no hay una persona exactamente igual a otra y, como tales, todos somos únicos y nadie hará, por tanto, las cosas con el sello personal que sólo nosotros podemos imprimirle. Esa diversidad de aportes tan diferentes a iniciativas que trascienden nuestra individualidad, y en particular a la obra de Dios, ya sea la asociada a la iglesia, como la llevada a cabo al margen de ella; nos libra de tener que comparecer ante Dios con las manos vacías: “… Pero cada uno tenga cuidado de cómo construye, porque nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto, que es Jesucristo. Si alguien construye sobre este fundamento, ya sea con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno y paja,su obra se mostrará tal cual es, pues el día del juicio la dejará al descubierto. El fuego la dará a conocer, y pondrá a prueba la calidad del trabajo de cada uno. Si lo que alguien ha construido permanece, recibirá su recompensa” (1 Corintios 3:9-14)
Oro, plata y piedras preciosas
“Es cierto que nadie es indispensable para Dios. Pero al mismo tiempo todos somos también necesarios e insustituibles para Él”.
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