“Si no saciamos el hambre física podremos morir de inanición, pero si no saciamos el hambre espiritual padeceremos la muerte eterna”
Decía C. S. Lewis que: “Los humanos son anfibios: mitad espíritu y mitad animal… Como espíritus, pertenecen al mundo eterno, pero como animales habitan el tiempo”. Es por eso que, a diferencia de los animales, para el sustento de la vida humana no basta con la provisión material representada en el pan o alimento físico, como si puede suceder con los animales; sino que el ser humano requiere también un alimento mucho más vital, el alimento para el espíritu, cuya más segura y satisfactoria fuente se encuentra en Dios y su revelación a los hombres mediante Su Palabra en las Sagradas Escrituras. Esto es lo que al apóstol Pedro tenía en mente cuando se dirigía a los destinatarios de su epístola diciéndoles: “Deseen con ansias la leche pura de la palabra, como niños recién nacidos. Así, por medio de ella, crecerán en su salvación” (1 Pedro 2:2). Algo que el mismo Señor Jesucristo ilustró mediante su propia experiencia, justo cuando era tentado por el diablo en el desierto luego de un ayuno de 40 días al cabo del cual, como es apenas obvio, el hambre física lo asediaba y Satanás aprovechó la ocasión para incitarlo a utilizar su poder divino para su beneficio personal inmediato transformando una piedra en pan o, por extensión, resolviendo el problema mundial del hambre proveyendo alimento material para todo el mundo, a lo que Él se resistió citando, justamente, lo que estaba escrito en la Palabra de Dios, en el libro de Deuteronomio: “Jesús le respondió: -Escrito está: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.’” (Mateo 4:4)
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