Uno de los temas de la práctica cristiana que más se ha prestado a discusiones es el relativo al juramento. El Antiguo Testamento lo aprueba y ordena en muchos casos, siempre y cuando no se lleve a cabo tomando en vano el nombre de Dios, como se nos advierte: “No uses el nombre del Señor tu Dios en vano. Yo, el Señor, no tendré por inocente a quien se atreva a usar mi nombre en vano” (Éxodo 20:7). Sin embargo, era determinante en los juicios civiles alrededor de la propiedad: “el amigo del dueño jurará ante el Señor no haberse adueñado de la propiedad de su amigo. El dueño deberá aceptar ese juramento y el amigo no deberá restituirle nada” (Éxodo 22:11); e incluso obligatorios bajo ciertas circunstancias legales: “»Si alguien peca por negarse a declarar bajo juramento lo que vio o escuchó, sufrirá las consecuencias de su pecado” (Levítico 5:1), pero nunca debían pronunciarse con descuido o ligereza, pues: “»Si alguien hace uno de esos juramentos que se acostumbra a hacer a la ligera, y sin saberlo jura hacer bien o mal, ha pecado. Pero al darse cuenta, será culpable de haber hecho ese juramento” (Levítico 5:4). Y, por supuesto, el perjurio estaba expresamente condenado, en especial si se hacía en el Nombre de Dios: “»No juren en mi nombre falsamente, ni profanen el nombre de su Dios. Yo soy el Señor” (Levítico 19:12); pues Él es el garante final de todo juramento bajo cuyo juicio se ponía todo el que no cumplía sus juramentos: “»’Por tanto, así dice el Señor y Dios: Tan cierto como que yo vivo, lo castigaré por despreciar mi juramento y romper mi pacto” (Ezequiel 17:19). En concesión a la debilidad humana, Dios se compromete con su pueblo por medio del juramento para garantizar el cumplimiento de la promesa de entregarles la tierra prometida (valga la redundancia): “Y los llevaré a la tierra que juré solemnemente con la mano en alto dar a Abraham, Isaac y Jacob. Yo, el Señor, les daré a ustedes posesión de ella’»” (Éxodo 6:8); así como la promesa de una dinastía continua en el trono para el rey David: “Dijiste: «He hecho un pacto con mi escogido; le he jurado a David mi siervo:” (Salmo 89:3).
Este proceder divino es comentado de este modo por el inspirado autor de la epístola a los Hebreos: “Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no tenía a nadie superior por quien jurar, juró por sí mismo y dijo: «Te bendeciré en gran manera y multiplicaré tu descendencia». Y así, después de esperar con paciencia, Abraham recibió lo que se le había prometido. La gente jura por alguien superior a sí misma, y el juramento, al confirmar lo que se ha dicho, pone punto final a toda discusión. Por eso Dios, queriendo demostrar claramente a los herederos de la promesa que su propósito nunca cambia, confirmó con un juramento esa promesa. Lo hizo así para que, mediante la promesa y el juramento, que son dos realidades que nunca cambian y en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un estímulo poderoso los que, buscando refugio, nos aferramos a la esperanza que está delante de nosotros. Tenemos como firme y segura ancla del alma una esperanza que penetra hasta detrás de la cortina del santuario” (Hebreos 6:13-19). Y el hecho de que Dios jure es una prueba de que el juramento es intrínsecamente bueno, aunque los seres humanos lo perviertan. Inquieta, entonces, que el Nuevo Testamento, por el contrario, dé la impresión de desaprobarlo al prohibirlo: “»También han oído que se dijo a sus antepasados: ‘No faltes a tu juramento, sino cumple con tus promesas al Señor’. Pero yo digo: No juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes hacer que ni uno solo de tus cabellos se vuelva blanco o negro. Cuando ustedes digan ‘sí’, que sea realmente sí; y cuando digan ‘no’, que sea no. Cualquier otra cosa que digan más allá de esto proviene del maligno” (Mateo 5:33-37); instrucción reiterada puntualmente por Santiago: “Sobre todo, hermanos míos, no juren ni por el cielo ni por la tierra ni por ninguna otra cosa. Que su «sí» sea «sí», y su «no», «no», para que no sean condenados” (Santiago 5:12). Sobre todo, teniendo en cuenta que el mismo Jesucristo parece haber prestado juramento si hemos de creer a los exégetas que nos informan que ésta era una fórmula perentoria por parte del sumo sacerdote para requerirlo: “Pero Jesús se quedó callado. Así que el sumo sacerdote insistió: ꟷTe ordeno en el nombre del Dios viviente que nos digas si eres el Cristo, el Hijo de Dios. ꟷTú lo has dicho ꟷrespondió Jesúsꟷ. Pero yo les digo a todos: De ahora en adelante ustedes verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y viniendo sobre las nubes del cielo” (Mateo 26:63-64).
O también, poner a Dios como testigo, era una fórmula para prestar juramento, como en el caso de Pablo: “Dios, a quien sirvo de corazón predicando el evangelio de su Hijo, me es testigo de que los recuerdo a ustedes sin cesar” (Romanos 1:9). Pero a pesar de esta diferencia evidente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, con sus correspondientes prescripciones ambos buscan lo mismo: combatir la mentira. El mero hecho de jurar implica reconocer la existencia de la mentira y condenarla como tal. De otro modo no sería necesario jurar. Sin embargo, así no se quiera, al reconocer la legitimidad del juramento se le está dando a su vez algún tipo de patente a la mentira para que campee a sus anchas ejerciendo su dominio en los ámbitos de nuestras relaciones en que estamos exentos de jurar, como si esta exención nos autorizara a mentir y, en especial, la manera en que los tecnicismos rabínicos habían pervertido el juramento al ponerlo al servicio de la mentira, como lo leemos: “»¡Ay de ustedes, guías ciegos!, que dicen: ‘Si alguien jura por el Templo, no significa nada; pero si jura por el oro del Templo, queda obligado por su juramento’. ¡Ciegos tontos! ¿Qué es más importante: el oro o el Templo que hace sagrado al oro? También dicen ustedes: ‘Si alguien jura por el altar, no significa nada; pero si jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado por su juramento’. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante: la ofrenda o el altar que hace sagrada la ofrenda? Por tanto, el que jura por el altar jura no solo por el altar, sino por todo lo que está sobre él. El que jura por el Templo jura no solo por el Templo, sino por quien habita en él. Y el que jura por el cielo jura por el trono de Dios y por aquel que lo ocupa” (Mateo 23:16-22). Así, la mentira termina incluso invadiendo el dominio de la verdad que se pretendía salvaguardar mediante el juramento y, a su pesar, la termina fomentando. Así, pues, la prohibición de jurar dada por el Señor Jesucristo despoja a la mentira de ese espacio que había ganado entre el pueblo judío mediante los tecnicismos alrededor de los juramentos, de donde toda declaración de un creyente reviste el peso del juramento y el compromiso con la verdad: “Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un mismo cuerpo” (Efesios 4:25), como lo dijo el profeta: “Lo que ustedes deben hacer es decirse la verdad, y juzgar en sus tribunales con la verdad y la justicia. ¡Eso trae la paz! No maquinen el mal contra su prójimo, ni sean dados al falso testimonio…” (Zacarías 8:16-17)







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