fbpx
Estudios bíblicos

Los deseos y la concupiscencia

Emily Dickinson hizo famosa la frase “El corazón quiere lo que quiere”, que Agustín de Hipona ya había pronunciado en términos similares para indicar la manera en que los deseos se imponen sobre la voluntad por encima de la razón, como lo concluye a su vez Warren C. Young al declarar que: “Cuando un hombre desea algo, la razón es generalmente relegada a segundo término”. En efecto, los deseos son considerados por muchos como la fuente de nuestros problemas. Por eso, tanto los epicúreos en la antigüedad como los budistas en la actualidad han abogado por la voluntaria y disciplinada supresión del deseo como la meta de la vida humana con miras a lograr los objetivos que cada una de estas doctrinas propone. Y no puede negarse que cuando el deseo nos domina y queremos satisfacerlo a toda costa y de manera obsesiva solemos convertirnos en personas irrazonables, es decir que no aceptamos razones, y hasta irracionales, es decir que no entendemos razones. En este orden de ideas, en el Nuevo Testamento el deseo es comúnmente asociado con las pasiones pecaminosas que nos llevan a codiciar y a querer obtener cosas censurables a la luz de la ética cristiana. De hecho, en el griego existe una palabra reservada casi exclusivamente a este uso: epithumía, que se traduce al español como “concupiscencia” en conocidas versiones antiguas como la Reina Valera. Pero hay que decir que en la Biblia los deseos no son siempre malos o pecaminosos por sí mismos, como lo demuestran el Señor Jesucristo y el apóstol Pablo respectivamente, con estos esperanzados anhelos: “Entonces les dijo: -He tenido muchísimos deseos de comer esta Pascua con ustedes antes de padecer” (Lucas 22:15); “Me siento presionado por dos posibilidades: deseo partir y estar con Cristo, que es muchísimo mejor… Nosotros, hermanos, luego de estar separados de ustedes por algún tiempo, en lo físico pero no en lo espiritual, con ferviente anhelo hicimos todo lo humanamente posible por ir a verlos. Sí, deseábamos visitarlos…” (Filipenses 1:23; 1 Tesalonicenses 2:17-18), pasajes en que la palabra utilizada para expresar estos deseos es también epithumía, constituyéndose así en las excepciones que confirman la norma del uso y significado tradicionalmente censurable de la palabra “concupiscencia”.

Dios mismo, en el Antiguo Testamento, manifiesta deseos de manera legítima, como cuando dice: “Pero yo levantaré a un sacerdote fiel que hará mi voluntad y cumplirá mis deseos. Jamás le faltará descendencia y vivirá una larga vida en presencia de mi ungido” (1 Samuel 2:35) y declara con evidente aprobación el cumplimiento de los deseos del rey Salomón: “Cuando Salomón terminó de construir el Templo del Señor y el palacio real, cumpliendo así todos sus propósitos y deseos, el Señor se le apareció por segunda vez, como lo había hecho en Gabaón” (1 Reyes 9:1-2). Es más, en la época de Esdras y Nehemías se hacen declaraciones explícitas e inequívocas que indican que los deseos de estos dos dirigentes de Israel y del pueblo en general eran deseos que Dios había puesto en su corazón: “Entonces los jefes de familia de Benjamín y de Judá, junto con los sacerdotes y levitas, es decir, con todos aquellos en cuyo espíritu Dios puso el deseo de construir el templo del Señor, se dispusieron a subir a Jerusalén” (Esdras 1:5); “Bendito sea el Señor, Dios de nuestros antepasados, que puso en el corazón del rey el deseo de honrar el Templo del Señor en Jerusalén” (Esdras 7:27); “Mi Dios puso en mi corazón el deseo de reunir a los nobles, a los oficiales y al pueblo, para registrarlos según su descendencia; y encontré el registro genealógico de los que habían regresado en la primera repatriación…” (Nehemías 7:5) . En razón de lo anterior, las traducciones modernas tienen en cuenta el contexto también y donde aparece la palabra griega epithumía conservando su habitual sentido de censura, han optado por traducir “malos deseos” para mayor claridad, expresión que solo encontramos entonces en el Nuevo Testamento en 12 oportunidades diferentes, destacándose las siguientes en la pluma del apóstol Pablo: “Por lo tanto, no permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal ni obedezcan a sus malos deseos” (Romanos 6:12); “Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría” (Colosenses 3:5) y la descripción de la dinámica de la tentación hecha por Santiago: “Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen” (Santiago 1:14).

El apóstol Pedro también nos dirige la siguiente exhortación: “Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia” (1 Pedro 1:14). Así, pues, buenos y malos deseos son parte irrenunciable de nuestra naturaleza humana y, más que suprimirlos, lo que debemos hacer es alinearlos y subordinarlos a la voluntad divina, como lo hacía Pablo al declarar: “Hermanos, el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por los israelitas es que lleguen a ser salvos” (Romanos 10:1), pues: “Esto es bueno y agradable a Dios nuestro Salvador, pues él quiere que todos sean salvos y lleguen a conocer la verdad” (1 Timoteo 2:3-4). Y en relación con los malos deseos debemos proceder de este modo: “Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que obedezca a Cristo” (2 Corintios 10:5), identificando y desechando aquellos que obedecen a motivos pasionales egoístas y pecaminosos como los señalados por Santiago en su magistral descripción del origen de nuestros conflictos: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos? Desean algo y no lo consiguen. Matan y sienten envidia, y no pueden obtener lo que quieren. Riñen y se hacen la guerra. No tienen, porque no piden. Y cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones” (Santiago 4:1-3). El apóstol Juan es concluyente respecto de los malos deseos: “Porque nada de lo que hay en el mundo ꟷlos malos deseos de la carne, la codicia de los ojos y la arrogancia de la vidaꟷ, proviene del Padre, sino del mundo. El mundo se acaba con sus malos deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:16-17). Así, pues, el cristiano puede conservar y trabajar para satisfacer los deseos que no son condenables, pues es posible que algunos de ellos procedan de Dios. Al fin y al cabo: “La esperanza frustrada aflige al corazón; el deseo cumplido es un árbol de vida” (Proverbios 13:12). Después de todo Dios nos promete: “Deléitate en el Señor, y él te concederá los deseos de tu corazón” (Salmo 37:4).

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

Deja tu comentario

Clic aquí para dejar tu opinión