Decía Gabriel o Pensador que: “Peligrosa es la mentira que nos decimos a nosotros mismos”. La Biblia identifica al diablo como“el padre de la mentira”(Juan 8:44). Por contraste, Cristo es presentado como la verdad misma: “ꟷYo soy el camino, la verdad y la vida ꟷcontestó Jesúsꟷ. Nadie llega al Padre sino por mí” (Juan 14:6), que libera a quien se acoge a Él por la fe: “y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres… Así que, si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres” (Juan 8:32, 36). Todo aquel que miente o cree en la mentira le hace, pues, el juego al diablo y permanece bajo su nefasto dominio e influencia. Debido a ello uno de los cambios más inmediatos que el creyente está llamado a experimentar es su resuelto compromiso con la verdad, a imitación de Cristo cuando dijo: “… Yo para esto nací y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que está de parte de la verdad escucha mi voz” (Juan 18:37), no sólo en cuanto a hablar con veracidad: “Lo que ustedes deben hacer es hablar cada uno a su prójimo con la verdad y juzgar con integridad en sus tribunales. ¡Eso trae la paz!” (Zacarías 8:16); “Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un mismo cuerpo” (Efesios 4:25), sino en lo que respecta a vivir la verdad, haciendo de ella una práctica vital: “En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios” (Juan 3:21). El pecado es, de hecho, un engaño fomentado por el diablo: “Entonces Dios el Señor preguntó a la mujer: ꟷ¿Qué es lo que has hecho? ꟷLa serpiente me engañó, y comí ꟷcontestó ella” (Génesis 3:13); “Más bien, mientras dure ese «hoy», anímense unos a otros cada día, para que ninguno de ustedes se endurezca por el engaño del pecado” (Hebreos 3:13), que nos lleva a vivir vidas mentirosas o, en otras palabras, a vivir engañados. Por eso el engaño más insidioso y destructivo es la mentira que, a fuerza de repetirse, hemos llegado a creer de modo que ya no necesita ningún refuerzo exterior.
En este caso es nuestro propio corazón engañado y engañoso el que continúa manteniéndola vigente en nuestra vida para nuestro propio perjuicio, pues: “Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?” (Jeremías 17:9). Las Escrituras señalan algunos de estos autoengaños arraigadas que terminamos diciéndonos y creyéndonos para vivir y pretender justificarnos por ellas. El primero y más generalizado autoengaño es el orgullo: “… fuiste engañado por el terror que infundías y por el orgullo de tu corazón…” (Jeremías 49:16); “La soberbia de tu corazón te ha engañado” (Abdías 1:3); reiterado de este modo en el Nuevo Testamento: “Si alguien cree ser algo, cuando en realidad no es nada, se engaña a sí mismo” (Gálatas 6:3), que es con mucha probabilidad el autoengaño origen de todos los demás pecados. ¿No es, de hecho, Satanás el orgulloso por excelencia?: “A causa de tu hermosura tu corazón se llenó de orgullo. A causa de tu esplendor, corrompiste tu sabiduría. Por eso te arrojé por tierra y delante de los reyes te expuse al ridículo” (Ezequiel 28:17). Paralelo a él marcha el de la idolatría: “Los que fabrican imágenes no son nada; inútiles son sus obras más preciadas. Para su propia vergüenza, sus propios testigos no ven ni conocen… Se alimentan de cenizas, se dejan engañar por sus ilusos corazones, no pueden salvarse a sí mismos ni decir: «¡Lo que tengo en mi diestra es una mentira!»” (Isaías 44:9-20), y el de la creencia en la impunidad: “No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra” (Gálatas 6:7); “¿No saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No se dejen engañar! Ni los inmorales sexuales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9-10). Otros autoengaños típicos son escuchar y no practicar o el pecado de omisión: “No se contenten solo con oír la palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica… Así que comete pecado todo el que sabe hacer el bien y no lo hace” (Santiago 1:22; 4:17)
A estos se añade la religiosidad vana y el pecado de palabra: “Si alguien se cree religioso, pero no le pone freno a su lengua, se engaña a sí mismo y su religión no sirve para nada. La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es esta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (Santiago 1:26-27); la presunción de impecabilidad: “Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8); la confianza desbordada en el conocimiento y el saber humano y mundano: “Tú has confiado en tu maldad, y has dicho: ‘Nadie me ve’. Tu sabiduría y tu conocimiento te engañan cuando a ti misma te dices: ‘Yo soy y no hay otra fuera de mí’” (Isaías 47:10); “Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio según las normas de esta época, hágase ignorante para así llegar a ser sabio” (1 Corintios 3:18); la envidia: “No te enojes a causa de los malvados ni envidies a los malhechores; porque pronto se marchitan, como la hierba; como la hierba verde, pronto se secan… Yo estuve a punto de caer; poco me faltó para que resbalara. Sentí envidia de los arrogantes, al ver la prosperidad de esos malvados” (Salmo 37:1-2; 73:2-3); evadir nuestra responsabilidad personal en medio de la tentación: “Que nadie al ser tentado diga: «Es Dios quien me tienta». Porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni tampoco tienta él a nadie. Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte. Mis queridos hermanos, no se engañen…” (Santiago 1:13-17); y la supuesta inocuidad de las malas amistades: “No se dejen engañar: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres»” (1 Corintios 15:33). Es imperativo, entonces, obedecer al apóstol: “Por lo tanto, abandonando toda maldad y todo engaño… deseen con ansias la leche pura de la palabra… Así, por medio de ella, crecerán en su salvación” (1 Pedro 2:1-2)







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