Decía Millôr Fernandes que: “El erudito lo sabe todo. El sabio, sólo lo esencial”. De hecho, saber sólo lo esencial puede ser, a veces, mejor opción que saberlo todo. El ciego de nacimiento sanado por el Señor respondió así a los eruditos fariseos que lo interrogaban sin tregua acerca del Señor Jesucristo: “−Si es pecador, no lo sé −respondió el hombre−. Lo único que sé es que yo era ciego y ahora veo” (Juan 9:25). Este ciego sabía lo esencial. Y de momento, no necesitaba nada más. Y es que un conocimiento básico esencial puede ser el único al que necesitamos apelar para sortear con éxito las situaciones difíciles de la vida. Sobre todo, porque por mucho que aprendamos, en realidad muy pocas cosas se saben con verdadera certeza, pues en situaciones críticas todo nuestro conocimiento, por amplio que sea, puede volverse incierto. Allí hay que recurrir a lo esencial. Y lo esencial, más que un cúmulo de información veraz de la cual hacer gala de manera ostentosa y envanecida, es sabernos humilde y agradecidamente vinculados en una relación de amor con Dios, en los mejores términos, en la persona de Cristo. Sin este conocimiento fundamental que, más que aprendido, debe ser continua y personalmente experimentado en carne propia; todo lo demás que podamos saber todavía no lo sabemos en realidad como deberíamos, por lo que su utilidad práctica queda en entredicho, como nos lo hace saber el apóstol: “En cuanto a lo sacrificado a los ídolos, es cierto que todos tenemos conocimiento. El conocimiento envanece, mientras que el amor edifica.El que cree que sabe algo, todavía no sabe como debiera saber” (1 Corintios 8:1-2)
Lo único que sé es que ahora veo
“La erudición mundana promueve la jactancia y la vanidad mientras que la verdadera sabiduría es humilde y reconoce sus límites”
Deja tu comentario