Decía Emerson que “todo lo que veo me enseña a confiar en el Creador por todo lo que no veo”. Y es que los seres humanos sabemos por intuición y también ya por la acumulativa experiencia de la ciencia, que nos ha permitido descubrir cosas que no vemos ni percibimos; que la realidad que captamos por medio de los sentidos es sólo una parte de la realidad total, pero debido a que esta impresión es más bien vaga e indefinida, muchos han optado equivocadamente por ignorar o negar la realidad invisible y no tomarla en cuenta para ningún efecto práctico. Las realidades invisibles nunca podrán, por su misma naturaleza, hacerse concretas y tangibles para los sentidos, pues, aunque podamos intuirlas, éstas sólo pueden ser captadas mediante la fe. Hacer caso omiso de estas realidades puede ser tan insensato y peligroso para el ser humano como lo es para el capitán de un buque ignorar que la parte del témpano de hielo que se halla a la vista es solamente su punta visible, y que lo que se encuentra bajo la superficie, oculto a los ojos, es mucho más voluminoso y tan real como lo primero. El apóstol Tomás no estaba dispuesto a creer sino en lo que podía ver y palpar y debido a ello fue reprendido por el Señor. La Biblia dice que la realidad del Dios invisible se puede inferir de las cosas visibles, y que estas últimas son, en contraste con las primeras, simplemente copia y sombra de las invisibles, que son las verdaderas, y por lo mismo, las eternas, por lo que la sensatez aconseja: “Así que no nos fijamos en lo visible sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno” (2 Corintios 4:18)
Lo que no se ve es eterno
“Los ojos de la fe nos permiten ver realidades que de otro modo nunca veríamos, pero que son las verdaderamente determinantes”
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