La condición caída del género humano es tal que, a pesar de las asombrosas capacidades del hombre para llevar a cabo las grandes construcciones culturales que la historia conoce, tanto de las civilizaciones antiguas, como del mundo moderno; todas estas construcciones terminan manchadas por la ambigüedad humana caracterizada por el pecado que, cuando se examinan las cosas con mayor detenimiento, contamina de un modo u otro aun los más grandes y admirables logros alcanzados por la humanidad. Es por eso que la redención llevada a cabo por Cristo a nuestro favor no sólo tiene que ver con el perdón y la consecuente salvación de la justa condenación eterna que nuestros pecados merecen; sino también con la transformación operada por Dios en nosotros con su toque santificador que limpia nuestras consciencias de las obras que conducen a la muerte, purificando nuestros pensamientos para que aprendamos a desechar con éxito lo que contamina nuestras mentes e inclina nuestras voluntades a lo malo, sustituyéndolo con lo bueno y lo que agrada a Dios, marcando un visible y manifiesto contraste entre lo que éramos en el pasado sin Cristo y lo que llegamos a ser en Cristo a partir de la conversión que, aunque no logre borrar nuestro pasado, lo coloca en la perspectiva correcta por la cual, a pesar de su poder condicionante, ya no es él el que nos moldea y determina imponiéndonos sus rígidos y opresivos esquemas, puesto que: “Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados, ya han sido santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios 6:11)
Lavados y santificados
“Aunque el contacto humano contamina lo santo, el Dios Santo, al contrario, puede santificar todo lo previamente contaminado”
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