En el medio jurídico y en aras de la conciliación que busca evitar el desgaste que implica para todos los involucrados juzgar y emitir sentencia en casos en que las partes se encuentran radicalizadas dentro de posturas y exigencias rígidas en las que ninguna se muestra dispuesta a ceder, ha hecho, pues, carrera la afirmación que dice que es mejor un mal arreglo que un buen pleito. Con mayor razón, en el ámbito de la iglesia y a la hora de dirimir en pleitos entre hermanos en la fe, esta afirmación cobra mayor vigencia, como lo dice claramente el Nuevo Testamento: “En realidad, ya es una grave falla el solo hecho de que haya pleitos entre ustedes. ¿No sería mejor soportar la injusticia? ¿No sería mejor dejar que los defrauden?” (1 Corintios 6:7). De hecho, es fundamentalmente dentro de este contexto que deben entenderse las gráficas instrucciones del Señor en el sermón del monte en el sentido de poner la otra mejilla, entregar también la capa y caminar el kilómetro extra. Es decir que los cristianos debemos ceder en nuestras pretensiones de obtener en este tiempo justicia estricta debido, primero que todo, a que la justicia no deja de ser muy elusiva, pues este mundo caído incluye de manera inevitable una dosis de injusticia que hace que sea tan difícil ser justo, que la prudencia aconseja ser algo indulgente y conceder el beneficio de la duda, ante la carencia de los elementos de juicio necesarios para fallar en justicia. Y en segundo lugar, a que al juzgar con misericordia y no con rígida severidad, el perdón y la reconciliación que la iglesia debe perseguir y ejercer es más fácil, al desarmar las prevenciones de nuestros oponentes hacia el evangelio.
Es mejor un mal arreglo
“Si existe algún ámbito en el que un mal arreglo sea preferible a un buen pleito ese es el ámbito de los creyentes en la iglesia”
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