O el derecho a la intimidad
Uno de los aspectos inquietantes en los procesos judiciales cubiertos y dados a conocer por los medios en relación con actos de inmoralidad o corrupción por parte de los personajes públicos investigados, es que muchas veces, y a pesar de la evidente culpabilidad de la persona, las sentencias terminan siendo absolutorias por fallas procesales, como por ejemplo, la manera en que se obtienen las pruebas que documentan estas conductas, ya sean videos, audios o cualquier otra; en la medida en que se han obtenido ilegalmente violando derechos tales como el derecho a la intimidad, o el derecho a la privacidad de los sindicados. Por eso, sin pretender asumir posturas en el asunto; estas situaciones ponen sobre la mesa ciertos aspectos de la vida cristiana, sobre los cuales vale la pena llamar la atención, aprovechando estos casos para reflexionar sobre ellos, alrededor de todas estas sensibilidades a flor de piel que estos casos despiertan. Por cierto, este artículo complementa otro que publiqué hace casi un año, titulado: “Lo íntimo, lo privado y lo oculto”.
Recapitulando de forma sintética lo dicho en ese entonces, como cristianos debemos reflexionar y evaluar antes que nada si nuestra apelación al legítimo derecho a la intimidad, no se está utilizando y convirtiendo en un parapeto para encubrir conductas vergonzosas y censurables desde la óptica cristiana. Porque si bien es cierto que la privacidad es uno de los derechos humanos consagrado en las constituciones de las naciones modernas, como el legítimo “derecho a la intimidad”; también lo es que para un cristiano la defensa de la privacidad comienza a tornarse sospechosa, cuando lo que pretendemos al invocarla es encubrir aquello que no deseamos que salga a la luz, por temor a que nuestro verdadero carácter quede expuesto públicamente, para vergüenza nuestra.
Todos los episodios de este tipo divulgados por los medios nos recuerdan, entonces, que sea como fuere y al margen de la forma correcta o incorrecta en que pueda llegar a hacerse público, los cristianos debemos procurar que nuestro fuero privado permanezca siempre iluminado y bajo el escrutinio constante de la mirada divina, de tal modo que sea también allí, en lo privado, en donde la gracia de Dios y nuestra dócil rendición a ella, diagnostique y cure eficazmente en lo secreto nuestras conductas pecaminosas antes de que tengan que hacerse públicas cuando menos lo esperamos para nuestra vergüenza, dejándonos de paso expuestos al escarnio de muchos de quienes practican, de manera más marcada y crónica, los mismos o peores pecados en el secreto de su vida privada.
Descubriendo lo encubierto
Shakespeare sentenció: “No hay crimen en el mundo que se oculte, aunque la tierra toda lo sepulte” y existe un proverbio chino muy conocido que dice: “Si no quieres que se sepa, no lo hagas”. Y es que la impunidad es engañosa al dar pie a la idea de que si logramos ocultar nuestros actos censurables y vergonzosos, podremos evitar entonces el castigo que merecen. Una presunción que puede tener validez en relación con la justicia de los hombres, pero definitivamente no lo tiene en lo que respecta a la justicia divina, pues no hay nada en absoluto que esté oculto a los ojos de Dios en virtud de su omnisciencia y omnipresencia.
Por todo lo anterior, deberíamos atender con diligencia la afirmación de Hebreos en el sentido de que: “Ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios. Todo está descubierto, expuesto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Hebreos 4:13). Y esto no sólo en razón a que, al final de los tiempos, Dios manifestará toda obra escondida y toda intención secreta o encubierta; sino más bien a que Dios puede sacar todo esto a la luz tempranamente y hacerlo manifiesto cuando menos lo esperamos: “Los pecados de algunos son evidentes antes de ser investigados, mientras que los pecados de otros se descubren después. De igual manera son evidentes las buenas obras, y si son malas, no podrán quedar ocultas” (1 Timoteo 5:24-25).
Muchos insignes personajes de la Biblia podrían dejar amarga constancia de esto, desde Adán hasta la pareja de esposos de Ananías y Safira, pasando por Caín, Judá, Moisés, Acán, el rey David y Giezi, todos los cuales, como bien nos lo informa el relato bíblico, quedaron expuestos cuando, a su pesar, Dios sacó a la luz las acciones pecaminosas que ellos se esmeraron tanto en mantener encubiertas sin éxito, de donde se deduce que un buen criterio para evaluar si lo que hacemos es correcto, es pensar en cómo reaccionaríamos si se hace público, algo que, además, sucederá más temprano que tarde en conformidad con las palabras del Señor Jesucristo: “No hay nada encubierto que no llegue a revelarse, ni nada escondido que no llegue a conocerse” (Lucas 12:2).
El cinismo sensacionalista
Pero al mismo tiempo, este tipo de sucesos nos recuerdan que, como lo dijera el teólogo Dietrich Bonhoeffer: “Poner todo al descubierto es un acto cínico… desde la caída en pecado debe haber misterio y ocultamiento… Quien dice la verdad con cinismo, miente”. Efectivamente, teniendo en cuenta que el cristiano responsable debe tomar en consideración a su prójimo y lo que sea más justo y conveniente para él, no se puede poner al descubierto sin más la verdad que un tercero nos ha confiado, o que por alguna circunstancia conocemos acerca de alguien y dejarlo así expuesto a los inclementes señalamientos o ataques de los demás, bajo el pretexto de que nuestra lealtad debe ser con la verdad antes que con alguien en particular, pues esta es una de las más cínicas formas de legalismo.
Si bien es cierto que nuestra lealtad final es con la verdad, no podemos olvidar que la verdad no es un concepto abstracto, sino una persona: Jesucristo. Por lo tanto, si de honrar la verdad se trata, hemos de preocuparnos también por las personas y estar dispuestos a veces a callar y a asumir los riesgos que esto implica, no en actitud cómplice, condescendientemente paternalista o dudosamente indulgente; sino compartiendo y cargando a veces a conciencia con la culpa que esta actitud nos puede acarrear, al exponernos incluso a ser acusados de encubrimiento. José, el padre legal del Señor Jesucristo es un ejemplo gráfico de ello, quien ante el milagroso embarazo de María, “resolvió divorciarse de ella en secreto”, debido a que: “era un hombre justo y no quería exponerla a vergüenza pública” (Mateo 1:19).
De aquí surgen los dilemas a los que se suelen ver enfrentados con relativa frecuencia los ministros religiosos, católicos o protestantes indistintamente, en el llamado “secreto de confesión”, o en la reserva y confidencialidad de la consejería pastoral cristiana, respectivamente. Y lo mismo podría decirse del llamado “secreto profesional” en muchas de las profesiones vigentes en la actualidad. No se puede, pues, argumentar la fidelidad a la verdad como excusa fácil para ventilar los secretos de los hombres y en ocasiones el callar y esperar el desenlace, puede ser la mejor forma de ayudarnos cristianamente los unos a los otros, llevando nuestras cargas mutuas y cumpliendo así la ley de Cristo. Decir la verdad puede ser a veces irresponsable, en la medida en que implica ya un juicio que no nos corresponde a nosotros emitir.
Por último, todos los casos de este estilo dados a conocer con cierta regularidad por los medios, también nos recuerdan a los cristianos el costo de las decisiones y la necesidad de ser consecuentes con ellas hasta el final, siempre y cuando se hayan tomado reflexivamente y con limpia conciencia delante de Dios, pues esto último no garantiza que no tengamos que pagar de todos modos un costo al hacerlo. Un costo que debemos evaluar cuando vamos a hacer algo que nuestra conciencia nos indica que deberíamos de cualquier modo hacer, pero que preferiríamos mantener en el ámbito privado, por el potencial de llegar a ser polémico o controvertido si se hace público, pero en el que, al mismo tiempo y de no hacerlo, esta omisión también podría acarrear cuestionamientos incluso mayores que si lo hacemos, si llegara a saberse. Costo que no tendremos, pues, más alternativa que asumir con la frente en alto en el espíritu de lo dicho por Kierkegaard: “Si te casas, te arrepentirás; si no te casas, te arrepentirás”.
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