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La ética maquiavélica

¿El fin justifica los medios?

El adjetivo “maquiavélico” ha llegado a calificar a personas, actitudes y conductas caracterizadas por la astucia, la hipocresía y el engaño en el propósito de alcanzar sus metas. Acepción que no es gratuita de ningún modo, pues fue el italiano Nicolás Maquiavelo en su obra El Príncipe y en sus discursos quien propuso una teoría política desligada de la moral y la religión en la que las “razones de estado” son las que priman a la hora de tomar decisiones. Razones de estado que, por muy razonables y urgentes que puedan sonar o parecer, suelen encubrir el propósito de fondo de mantener al gobernante de turno en el poder a toda costa, impulsado frecuentemente por una compulsión obsesiva, inescrupulosa y hasta perversa por aferrarse a él que recibe el nombre de libido imperandi.

En este orden de ideas, la frase “el fin justifica los medios” sintetiza bien el pensamiento de este personaje, al margen de que él no la haya escrito textualmente. Esta frase ha terminado sirviendo a sistemas de pensamiento muy diversos que tienen en común su pretensión de colocarse por encima de la moral vigente para lograr sus propósitos. En especial, por encima de la moral cristiana a la que ven como arbitrariamente restrictiva, como lo sostenía Nietzsche en sus libros al atacar al cristianismo pretendiendo matar a Dios en el proceso y sustituirlo por el “superhombre”, llamado a construir una nueva moral adaptada a sus caprichos y conveniencias personales inmediatas.

La política, como es apenas obvio, constituye el campo de la actividad humana en dónde más enquistado se encuentra este planteamiento, dando lugar a conductas vergonzosas, por decir lo menos, cuando no delictivas, en quienes nos gobiernan o aspiran a gobernarnos, como se puede apreciar habitualmente en los sucesos y en la guerra sucia que rodean y suelen caracterizar cada vez más las campañas presidenciales en las democracias occidentales en general.

El mal ejemplo de Saúl

De hecho, la Biblia documenta con satisfactorio detalle las actividades de gobernantes judíos que, en el Antiguo Testamento, practicaron en significativas ocasiones una ética maquiavélica en la que el fin justificaría los medios. El rey Saúl en particular es tal vez el ejemplo más tristemente paradigmático de ello, aunque no el único, pues después de él no hay prácticamente ningún rey que escape a estos señalamientos, en Israel especialmente, pero también en Judá, con muy contadas excepciones.

Aún el piadoso rey David, referente obligado y culminante de la historia judía y ejemplo en muchos sentidos para la fe cristiana, no dejó de recurrir a una ética maquiavélica para encubrir su pecado de adulterio con Betsabé, ordenando la muerte de Urías, el esposo de Betsabé y uno de los más leales soldados del ejército del rey, al abandonarlo a su suerte de forma calculada e intencionada en el campo de batalla. Pero es Saúl quien mejor ilustra el punto en tres ocasiones concretas a falta de una sola. La ética maquiavélica de este rey pasa siempre por racionalizar, torcer e infringir el mandamiento de Dios cuando no se presta a sus propósitos o no parece beneficiarlo de manera inmediata. Su obediencia a Dios estaba, entonces, condicionada a su conveniencia, como puede apreciarse al observar cada una de las tres ocasiones mencionadas.

En la primera ocasión Saúl usurpó las funciones sacerdotales del profeta Samuel ꟷalgo terminantemente prohibido por la ley mosaicaꟷ utilizando como pretexto para ello la tardanza en llegar del profeta, como podemos leerlo en 1 Samuel 10:8; 13:8-14. En la segunda oportunidad, ante la caída de su popularidad en las encuestas ꟷen particular entre su propio ejércitoꟷ Saúl se permitió dos actos de desobediencia a las órdenes divinas; perdonarle la vida a Agag, el rey enemigo y no destruir todo el botín de guerra, como Dios lo había mandado, sino reservarse una parte para repartir entre el ejército y granjearse así de nuevo sus simpatías. En este caso trató de justificarlo y “curarse en salud” presentándolo como un acto motivado por su deseo de honrar a Dios, estratagema inútil que no lo exoneró de culpa, narración que encontramos también en 1 Samuel 15:1-3, 7-28.

En la última oportunidad Saúl llegó más lejos. En el ocaso de su vida y habiendo sido ya desaprobado por Dios, el rey intentó consultarlo a través del conducto regular aprobado y establecido para ello y, ante el silencio divino, no tuvo reparo en consultar entonces a una de las pocas adivinas que habían quedado en Israel, después de la purga emprendida contra ellas por el mismo rey en cumplimiento de lo ordenado por Dios al respecto en la ley mosaica, como consta en 1 Samuel 28:3-8. Como resultado de todo esto, el epitafio en la tumba del rey no podía ser más elocuente: “Saúl murió por haberse rebelado contra el Señor, pues en vez de consultarlo, desobedeció su palabra y buscó el consejo de una adivina. Por eso el Señor le quitó la vida y entregó el reino a David hijo de Isaí” (1 Crónicas 10:13-14).

Moralidad o pragmatismo

La ética maquiavélica podría resumirse en la arraigada tendencia a buscar cualquier tipo de atajo para garantizar el logro de nuestros propósitos, sin tener en cuenta que “Un atajo es a menudo el camino más corto hacia un lugar al cual no deseábamos ir”. El pragmatismo carente de escrúpulos de los gobernantes hace, pues, más estragos de lo que podría pensarse. Ahora bien, el pragmatismo es necesario para poder gobernar. La Biblia no niega la utilidad del pragmatismo para establecer un curso de acción determinado, pero no lo considera el criterio final y definitivo para sustentar la validez y corrección de una decisión.

Por eso, antes de preguntarse: ¿esto funciona?, un gobernante ꟷy por extensión, toda persona sin excepciónꟷ debería preguntarse primero: ¿es esto correcto?, pues obtener un beneficio cualquiera sin el respaldo o la aprobación de Dios nos deja un sabor insípido y amargo en la conciencia. Sin mencionar las nefastas consecuencias a las que este tipo de decisiones pueden dar lugar en su momento, ya no solamente para el gobernante de turno, sino para todos los gobernados por él. A despecho de Maquiavelo, no debemos olvidar que en el cristianismo la pregunta ética tiene siempre más importancia que la pregunta pragmática, siendo la primera la que determina a la última y no lo contrario.

En el cristianismo los medios y el fin deben ser justificados de manera independiente y no los unos por referencia al otro. Dicho de otra manera, en el cristianismo se requieren fines justos y medios justos al mismo tiempo de modo tal que, si para lograr un fin justo se requiere de algún modo un acto injusto, la decisión debe contar con el consentimiento de quienes padecerán la injusticia, en una actitud sacrificial por la cual los afectados, a semejanza de Cristo, sacrifican voluntariamente su bienestar y sus derechos en aras de un bien común mayor.

Ética cristiana

Así, la ética cristiana demanda no sólo que las motivaciones y las intenciones que se persiguen sean correctas, sino que también lo sean las acciones o medios que las conectan entre sí. Y la armonía entre motivaciones, acciones e intenciones sólo se alcanza en el evangelio cuando los motivos de nuestras acciones son el amor a Dios y al prójimo, las acciones correspondientes son llevadas a cabo conforme al mandamiento de Dios y la intención final que se persigue es honrar a Dios atribuyéndole el crédito final de todo lo logrado.

Ya lo dijo Moisés de manera escueta y sencilla: “Haz lo que es recto y bueno a los ojos del Señor, para que te vaya bien…” (Deuteronomio 6:18). Y esto se aplica a todos por igual, no sólo al pueblo raso, sino también y de manera especial a sus gobernantes, quienes más que ningún otro deberían atender a la conocida recomendación bíblica que se nos dirige con estas palabras: “Sólo te pido que tengas mucho valor y firmeza para obedecer toda la ley que mi siervo Moisés te mandó. No te apartes de ella para nada; sólo así tendrás éxito dondequiera que vayas. Recita siempre el libro de la ley y medita en él de día y de noche; cumple con cuidado todo lo que en él está escrito. Así prosperarás y tendrás éxito” (Josué 1:7-8).

Cabe mencionar para concluir que el mejor rey que hubo en toda la nación judía en el Antiguo Testamento fue el rey Josías (2 Reyes 23:25). El mismo que rasgó sus vestiduras cuando contrastó el lamentable estado de su nación con lo ordenado por Dios en la ley y consagró el resto de su vida como rey a gobernar en obediencia a los mandamientos de Dios, logrando que el justo juicio de Dios sobre los pecados de la nación fuera diferido por un poco más de tiempo, permitiendo a Josías morir en paz con Dios y su conciencia (2 Crónicas 34:19-28), algo a lo que todo gobernante debería aspirar, pero que ninguno logrará siguiendo en sus respectivos gobiernos una ética maquiavélica en la que el fin justifica los medios.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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