Ya desde la segunda mitad del siglo XX la ciencia ha podido llegar a otros planetas y lugares del universo por medio de sondas espaciales, poderosos telescopios ópticos y radiotelescopios, con la optimista expectativa de hallar vida inteligente en ellos. Pero hoy por hoy y aun a su pesar, ha tenido que moderar su optimismo inicial, pues no ha podido encontrar, ya no sólo vida inteligente, sino vida de cualquier tipo, lo cual nos conduce a la conclusión de que la vida no es algo tan común como se creía y que su existencia en la Tierra, si no es única, si es por lo menos muy especial y requiere tantas condiciones simultáneas y precisas para hacerla posible que no se puede atribuir ni al azar, ni a la necesidad. No es, pues, descabellado ni irracional atribuirla a la sabia y poderosa intervención sobrenatural de Dios, como lo afirma el Génesis. “Y dijo Dios: «¡Que rebosen de seres vivientes las aguas, y que vuelen las aves sobre la tierra a lo largo del firmamento!» Y creó Dios los grandes animales marinos, y todos los seres vivientes que se mueven y pululan en las aguas y todas las aves, según su especie. Y Dios consideró que esto era bueno, y los bendijo con estas palabras: «Sean fructíferos y multiplíquense; llenen las aguas de los mares. ¡Que las aves se multipliquen sobre la tierra!» Y vino la noche, y llegó la mañana: ese fue el quinto día. Y dijo Dios: «¡Que produzca la tierra seres vivientes: animales domésticos, animales salvajes, y reptiles, según su especie!» Y sucedió así. Dios hizo los animales domésticos, los animales salvajes, y todos los reptiles, según su especie. Y Dios consideró que esto era bueno” (Génesis 1:20-25).
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