Ya hemos señalado que el hermetismo que cierra el acceso al conocimiento y el esoterismo que sólo admite a los formalmente iniciados en él, van siempre de la mano, sin importar de donde procedan. De este modo, las supersticiones populares primitivas y la elitista academia moderna, a pesar de combatirse mutuamente sobre el papel, en la práctica terminan emparentadas entre sí, como nos invita a comprobarlo Gino Iafrancesco Villegas: “Examinad la erudición hermética y los hallaréis postrados ante los mismos demonios primitivos”. Habría, pues, que estar de acuerdo con quien advertía que: “Erudición cerrada e ignorancia abierta han sido catastróficas por igual”. Los cristianos debemos, entonces, combatir la tendencia al aislamiento que hace presa también de la erudición teológica y bíblica, tomando en consideración con auténtica humildad las advertencias que Dios nos dirige a través del apóstol: “Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio según las normas de esta época, hágase ignorante para así llegar a ser sabio. Porque a los ojos de Dios la sabiduría de este mundo es locura. Como está escrito: «Él atrapa a los sabios en su propia astucia»; y también dice: «El Señor conoce los pensamientos de los sabios y sabe que son absurdos.» Por lo tanto, ¡que nadie base su orgullo en el hombre! Al fin y al cabo, todo es de ustedes” (1 Corintios 3:18-21). Sólo de este modo podemos evitar que la erudición se nos suba a la cabeza y termine arrojándonos a peligrosas actitudes orgullosas y ostentosas que buscan tan sólo alimentar el ego y alcanzar la censurable “vanagloria de la vida” promovida por el pensamiento mundano.
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