Un aspecto adicional en relación con las buenas obras y su legítimo lugar en el marco de la fe para confirmar su autenticidad es, también, la manera en que las buenas obras demuestran que nuestra fe es una fe viva. Así lo plantea en este sentido la epístola de Santiago: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe?… Así también la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Santiago 2:14, 17). La fe debe, entonces, “tener” obras, es decir, ir seguida y acompañada por buenas obras, de modo que éstas acrediten no solo la autenticidad, sino también la vitalidad y el dinamismo propios de la fe para todos los que observan. Así, pues, en el tándem constituido por la fe y las obras, cualquiera de las dos considerada de manera independiente y aislada conduce a la muerte: ya sea la fe sin obras señalada aquí por Santiago o las obras sin fe, a las que el inspirado autor de la epístola a los Hebreos también se refirió de este modo: “Si esto es así, ¡cuánto más la sangre de Cristo, quien por medio del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que conducen a la muerte, a fin de que sirvamos al Dios viviente!” (Hebreos 9:14), en donde los comentaristas ven, en la expresión “obras que conducen a la muerte”, no propiamente una alusión a acciones pecaminosas o malvadas, aunque a la postre puedan estar también incluidas aquí, sino incluso y tal vez de manera principal a las buenas obras que los no creyentes llevan a cabo al margen de la fe y que, como tales, se tornan infructuosas e inservibles y solo conducen a la muerte
La fe sin obras está muerta
“Las solas obras llevan a la muerte si no están precedidas por la fe, pero la fe también está muerta sin obras que la sigan”
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