Juzgar es algo ineludible e inevitable en la vida humana, pues continuamente estamos haciendo juicios de valor sobre lo que consideramos mejor, más conveniente o más o menos bello indistintamente. Ahora bien, cuando nuestros juicios involucran a otras personas e implican pronunciamientos en mayor o menor medida aprobatorios o reprobatorios hacia ellas, debemos tener cuidado por varias razones. En primer lugar, porque, como es sabido, el evangelio nos exhorta a no juzgar, exhortación que se aplica, por supuesto, a la generalidad de los casos en que no nos corresponde juzgar, pero que no se aplica a quienes deben juzgar en su condición de jueces sobre otros, como por ejemplo las autoridades, de quienes se espera que juzguen y tomen decisiones acertadas con base en los juicios que deben llevar a cabo conforme a sus responsabilidades, jurisdicciones y prerrogativas. En segundo lugar, porque, en el caso de que debamos juzgar, debemos asegurarnos, entonces, de no hacerlo con ligereza, sino investigar y escuchar con atención para no juzgar por las apariencias, sino juzgar con justicia. Y finalmente, porque, como se nos advierte en el sermón del monte, debemos tener presente que también seremos juzgados en su momento y que, por lo mismo, debemos sacar la viga de nuestro propio ojo antes de pretender sacar la paja del ojo ajeno, porque con la misma vara que medimos seremos también medidos y cosecharemos lo que sembremos al respecto: “porque habrá un juicio sin compasión para el que actúe sin compasión. ¡La compasión triunfa en el juicio!” (Santiago 2:13)
Juicio con compasión
“Es mejor que actuemos con compasión hacia los demás si es que esperamos que Dios nos trate también compasivamente al juzgarnos”
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