El pastor Darío Silva-Silva formuló la consigna que dice: “La teología al servicio de la vida y no la vida al servicio de la teología” para advertir sobre el peligro de hacer del estudio un fin en sí mismo y no tan sólo un medio. Advertencia que no parece haber sido tenida en cuenta por gran parte de la academia secular en la que la creciente especialización da lugar a una élite de eruditos especialistas desconectados de la gente del común, disertando y apacentándose entre ellos desde sus torres de marfil, incapaces o carentes de la voluntad de poner sus conocimientos al nivel y a la disposición del gran número de los no iniciados, con el correspondiente beneficio que se esperaría de ello. Algo a lo que ni siquiera la teología cristiana ha escapado desde que, en la baja Edad Media, los teólogos del momento, cuya actividad había estado hasta entonces en gran medida ligada y al servicio de la vida cotidiana de la iglesia, fundaron las primeras y más antiguas y prestigiosas universidades del Viejo Mundo e iniciaron así una tradición académica con sus correspondientes reglas, convenciones y acreditaciones cada vez más independiente y distanciada de la vida del creyente común, perdiendo así su razón de ser, en abierta contravía a lo declarado por el autor sagrado cuando nos amonesta con estas palabras: “Además de ellas, hijo mío, ten presente que el hacer muchos libros es algo interminable y que el mucho leer causa fatiga.El fin de este asunto es que ya se ha escuchado todo. Teme, pues, a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es todo para el hombre” (Eclesiastés 12:12-13)
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