La Biblia dice que la ley es buena, pero el legalismo no lo es, pues en el mejor de los casos consiste en guardar mecánicamente la letra de la ley, sin prestarle atención al espíritu de la ley, es decir a las intenciones y las motivaciones de fondo que la ley busca promover. Además, en la generalidad de los casos, el legalismo incorpora a la práctica una multitud de preceptos y mandamientos de hombres que no provienen de Dios ni de su Palabra, que terminan constituyéndose en meras fachadas de religiosidad y moralidad inauténtica y superficial que fomenta, a su vez, el orgullo y la hipocresía de quienes lo practican o que, por el contrario, ponen sobre la espalda de las personas cargas demasiado pesadas y agobiantes que no pueden sobrellevar y que, al final de cuentas, son inútiles e innecesarias para cultivar una verdadera piedad que agrade a Dios mediante un carácter maduro forjado bajo la benéfica influencia del Espíritu Santo en la vida del creyente. El Nuevo Testamento se refirió al legalismo en estos términos, apelando a palabras como “apariencia”, “afectado” y “falso”: “Estos preceptos, basados en reglas y enseñanzas humanas, se refieren a cosas que van a desaparecer con el uso. Tienen sin duda apariencia de sabiduría, con su afectada piedad, falsa humildad y severo trato del cuerpo, pero de nada sirven frente a los apetitos de la naturaleza pecaminosa” (Colosenses 2:22-23). Y no sirven de nada porque ningún esfuerzo meramente humano, por severo que sea, es eficaz en contra de los apetitos de la carne, sino únicamente la sujeción y dependencia del poder del Espíritu de Dios obrando en nosotros.
La fachada del legalismo
“El legalismo sólo es una fachada que legitima la hipocresía y destruye la autenticidad que debe caracterizar a los creyentes”
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