Ya hemos señalado que si de ser realistas se trata, los idealismos son loables pero ingenuos, mientras que los materialismos son estrechos y cínicos. Y lo son porque los idealismos tienen aspiraciones nobles y persiguen metas que vale la pena emprender para dignificar la condición humana, pero no tienen en cuenta con la suficiente seriedad nuestra condición caída y el daño que el pecado inflige en mayor o menor grado a las mejores empresas humanas y a nuestro propio entorno natural. Y los materialismos son estrechos al considerar únicamente los aspectos de la realidad que se pueden ver, medir y palpar con nuestros cinco sentidos físicos y, con base en ellos únicamente, elaborar una visión de la vida sombría y cínica, sin ningún propósito trascendente. La visión cristiana de la vida no es, pues, ni ingenuamente idealista, ni mucho menos cínicamente materialista, sino esperanzadoramente realista, con los pies bien puestos en la tierra, pero con la mirada colocada en el cielo, en obediencia a la exhortación que el Nuevo Testamento nos formula diciendo: “Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:2). Porque sin duda alguna, si se examinan los hechos desprejuiciadamente y la influencia benéfica que el cristianismo ha tenido sobre el mundo en general y sobre los avances y beneficios más característicos de la civilización occidental, tuvo razón C. S. Lewis cuando sentenció: “… los cristianos que más hicieron por este mundo fueron justamente aquellos que más pensaban en el mundo que viene… Apunta al Cielo, y tendrás la tierra ‘de añadidura’”.
Concentren su atención en las cosas de arriba
“El cristiano no es un ingenuo idealista, pues tiene su vista puesta en el cielo, pero sus pies firmemente apoyados en la tierra”
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