Los evangelios dejan constancia por igual de la condición simultáneamente humana y divina de Cristo. Su humanidad está establecida por sus genealogías, registradas por partida doble, dando cuenta de todos sus ancestros humanos; así como por su nacimiento mediante un parto como el de todos los hombres; continuando con su balanceado crecimiento, que es incluso el modelo normativo e ideal para todos los hombres; pasando por sus emociones y reacciones típicamente humanas; y terminando con su compenetración con su propio entorno cultural y social. Y su divinidad está atestiguada por los títulos que reclama para sí, como lo es el de “hijo del hombre”, su preferido, que nos remite a la visión celestial y divina del mesías registrada en el libro de Daniel y el de “hijo de Dios”, que si bien nunca reclamó para sí de manera expresa, sí demostró esta filiación mediante su trato de íntima y estrecha cercanía con Dios Padre, sin parangón alguno. Finalmente, por sus acciones, en especial las de carácter milagroso; y por su singular y exclusiva santidad de vida, intachable y sin pecado. Todo lo cual nos permite afirmar por igual con el credo de Atanasio que Jesucristo es, ciertamente: perfecto Dios y perfecto hombre, como ya las Escrituras lo confirman desde tiempo atrás de manera clara, contundente e inequívoca al afirmar: “Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo… Por tanto, ya que ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza humana para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte -es decir, al diablo-” (Colosenses 2:9; Hebreos 2:14)
La divinidad en forma corporal
“Los primeros herejes negaban que Cristo fue hombre. Los de hoy niegan que es Dios. Pero Él es sin duda Dios y Hombre”
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